“¡Agüelo, agüelo, dános algo!” El revoltijo de chinijos se
arracimaba en torno al anciano, esperando alguna de las golosinas que tenía en
el borsolón, allí donde ellos no alcanzaban, por más que lo intentara el más
zangalote, alongándose subido a la silla
vitoriera.
Asigún estuviera de humor, unos días se volvía ratiño y los
echaba con un grito: “¡Lárguense, carajo, que tengo la cabeza sonsa!” Y otros,
complaciente, abría con cierto esfuerzo el misterioso borsolón -al canto arriba
de la cómoda antigua- y sacaba un
pirulín para uno, medio chicle bazooka (de los cilíndricos forrados de papel
con cuatro viñetas) para otro, un trozo de regalía para el más chico. A la
única nieta le reservaba la melcorcha – era la más chica y la veía algo frágil, como la propia
golosina-, aunque luego ellos se las intercambiaban a gusto de cada uno.
Si tenía el día bueno, les contaba algo gracioso y se echaba
un tanganazo de vino con unos tollos secos.
Sea como fuera, el palito de membrillero lo tenía bien asocadito, por si
se terciaba un varizcacillo apenas: “¡Fufe de aquí, que no estoy pa’
machangadas, no me sean tortolines y ándense con ojo!”
Nunca sabían los pobres nietos a qué carta quedarse, pero así
y todo jaquequiaban un rato por ver si conseguían algo, dando más vueltas que
un trompo a la vera del viejo. Ágiles como lisas, en un intre trasponían
escafiridos y allí se quedaba el hombre ensimismado en el ritual de la
cachimba, con el bardino siempre a sus pies… “¡Vaya una enconduerma con estos
demontres de chicos, me vuelven tarumba!”.
Texto y fotos, Virgi