viernes, 31 de julio de 2020

Certeza




-¿Y qué prefieres, la luz o la sombra?


Dudó un instante.


-La luz que brilla en la sombra, respondió.





Texto y fotos, Virginia

lunes, 27 de julio de 2020

Convicción





Las encontré lejos. 

Llevaban largo tiempo firmes 

bajo el sol y la lluvia, 

a merced del viento y las 

inclemencias. 

Pregunté cuál era el truco.



Solidaridad, me dijeron.





Texto y foto, Virginia




miércoles, 22 de julio de 2020

Elementos




Barro.

Piedra.

Madera.

Un guiño de luz.




¿Dónde la vida?

Solo

la soledad

sola.









Texto y foto, Virginia

jueves, 16 de julio de 2020

Segesta, sosiego después de la batalla





Dejé el tren en una estación que no recuerdo. Era lejos, sí, y hacía calor. Un calor siciliano de mediodía ardiente. Para llegar a la colina, tuve que caminar al borde de una estrecha carretera con matorrales que se bamboleaban levemente entre la brisa tenue y el peso de los caracolillos pegados a sus troncos. De esos caracolillos guardo en un joyero tres o cuatro caparazones, testigos mudos de mi ansia por llegar al templo de Segesta.

Y allí estaba, abierto al cielo, un rectángulo bordeado de columnas, inesperado edificio recorrido por lagartijas y pajarillos que se posaban entre los intersticios del mármol. No había nadie y el sonido del verano se mezclaba con un susurro lejano, como el cántico de un troyano enamorado o el recitado de algún poeta entre los árboles cercanos.



Pasé mis manos por  las rugosas columnas, sin estrías, sin fuste, robustas; me embelesé un rato a su sombra, rodándome ligeramente según cambiaba el sol. Soñé con el mar, en el horizonte azul y con alguien que me sonreía desde el tímpano, quizá un élimo encargado de velar por su templo.
El reposo, roto solo por un aleteo fugaz o el ris ras de las colas de los lagartos, me llevó lejos, más allá del mar y de la historia, a un lugar donde la vida y el arte se confabulan para hacernos sentir parte del universo. Medio dormida sobre los escalones, el templo de Segesta entró en mi sangre y borbotea a ratos en ella, llamándome a que fantasee nuevamente sobre sus piedras.


(Aunque visité Segesta hace ahora quince años, con frecuencia ese borboteo me salpica y me remueve, tendré que volver para que mi sangre se apacigue)



Texto, Virginia.
Fotos de la red, web Megaconstrucciones

martes, 14 de julio de 2020

Restos




No me detectaron ningún virus en urgencias, solo una curva inusual en el corazón, una malformación con forma de gancho.

Sin vida, de allí colgaban tus recuerdos.




 Texto y foto, Virginia

sábado, 11 de julio de 2020

Bis


Cuando el ajusticiado despertó, 
la horca seguía allí.



Texto y foto, Virginia

lunes, 6 de julio de 2020

Psichozoo II






El complejo de culpa de la serpiente viene de lejos, para ser exactos, desde el asunto de la manzana.



Después de exhaustivas terapias, el lobo al fin se hizo cordero.



Por más indagaciones que en la constelación familiar hizo el pollo, no pudo dilucidar nada correcto acerca de sus ascendientes. Ni del huevo, ni de la gallina.



Texto, Virginia

jueves, 2 de julio de 2020

Camino de Lomo Corto





Como un vigía, solitaria en lo alto de la morra, más cerca del volcán que del mar, la casa de Lomo Corto contempla desde su ventana descoyuntada los caseríos de Las Fuentes, Acojeja y El Jaral, la Montaña de Tejina, los barrancos de Honduras y El Pozo.




El camino que nos lleva hasta ella, y que ya una vez recorrí, va ribeteado en gran parte por lajas enormes, plantadas con firmeza por gentes que ya no existen. Gentes que las cargaron de algún lugar cercano como quien se echa al hombro un saco de fajina o una sereta con huevos. Suenan juveniles al golpearlas, sin cansancio por estar al sol, al viento y a la lluvia desde largo tiempo, tostadas unas, grises otras, enrajonadas con lajitas más chicas, acompañándose entre ellas, sin añoranza del que pasa y ni las mira, o de quien quizás las acaricia sabiendo de su valor.




Los teniques que marcan el sendero a Lomo Corto se enorgullecen de la casa lejana, con sus pisos de tea y sus paredes sorroballadas. De los corrales que tuvo, con cabras, ovejas y algún cochino. De la era que refulge bajo el cielo, entre un horno de tejas por encima y otro de pan o higos más abajo. Del dornajo sacado de un pino majestuoso, cortado y desbastado en días antiguos por  aquellas gentes que ya no existen.









Gentes que nos dejaron escalones labrados toscamente, tejas de tonos amorosos, patiecillos ventosos con vistas al horizonte y a islas embrumadas y misteriosas. Goros, muros de tosca, puertas recias, alpendes protectores.


Y caminos como el que nos conduce a Lomo Corto, un lugar de desolada hermosura, allá arriba, en una chapa remota.




 Texto y fotos, Virginia