Desde lejos, unas manchas blancas
motean el paisaje. Según nos acercamos, se van definiendo: casas arremolinadas
que se deslizan sin moverse, a punto de caer por las laderas de Sierra Nevada.
Estamos en Las Alpujarras, un
territorio amplio repartido entre Granada y Almería, con varios ríos que lo
hacen muy fértil y a la vez, difícil de cultivar por su importante inclinación.
Sin embargo, esta dificultad no ha impedido el desarrollo de la vida en los
numerosos pueblos que lo componen, unos mayores, otros más pequeños, existiendo
algunos como Órjiva o Lanjarón situados en zonas más llanas.
Aquellas manchitas blancas que
veíamos tan lejanas se han convertido en tres delicias cercanas entre sí:
Pampaneira, Bubión, Capileira, que pertenecen a la Alpujarra Alta, comarca
conocida desde antiguo por viajeros y turistas.
Y no es para menos, sus casitas
cúbicas (de influencia morisca) sembradas de chimeneas, los pasadizos
recubiertos de troncos y lajas (“tinaos” les dicen), techos de tierra
apelmazada bordeados de piedras (“terraos”), escaleras por aquí y por allá,
recovecos con ventanucos, fuentes y lavaderos, pequeñas e irregulares
plazoletas, torres de iglesias alzándose frente al vértigo de cortadas y
barrancos, hacen de estas poblaciones un placer para los visitantes. Se nos
ofrecen como un lugar obligado para sorprendernos y aprender un poco más acerca
del ser humano y su adaptación a tantos
lugares difíciles, aunque en este caso, la fortuna de acceder fácilmente al agua,
casi nos dejaría sin preguntas.
En las tres podemos ver las
típicas jarapas de animados coloridos, herencia igualmente de la etapa
musulmana, que adornan los muros, balcones, azoteas y tiendas. La artesanía no
se reduce solo a la confección de las jarapas (para alforjas, mantas, cojines o
alfombras), destaca también por la alfarería y el trabajo del esparto, sacando
de ambas un buen puñado de objetos para la vida cotidiana y que son muy
apreciados. Igual de valorada es su gastronomía, como el afamado y consistente
Plato Alpujarreño, con el que podemos almorzar y olvidarnos de la cena; el
Puchero de Hinojos, una rústica exquisitez o la Olla de San Marcos, una
riquísima comida de la comarca y que se suele elaborar en las fiestas.
El día que fuimos hacía un viento
espantoso, tanto, que parecía nos iba a llevar de azotea en azotea hasta el
fondo del barranco, allí donde un río cantarín se distraía con los chopos.
Logramos esquivarlo entre tinao y tinao, pero las hojas de nispereros,
limoneros y naranjeros bailaban subiendo y bajando los innumerables escalones
que tienen estos pueblitos.
Se nos ocurrió hacer un paréntesis en un
restaurante y el almuerzo nos llenó de fuerza para luchar contra las ráfagas,
que, por suerte, habían ido amainando según declinaba el día. Nos fuimos al
atardecer, después de recorrer tres lugares de ensueño, aquellas tres motas
blancas que veíamos resbalar por las estribaciones de las montañas.
Texto y fotos, Virginia