Estuve años mirando el cielo. La infinitud del Universo era más cercana contemplando las constelaciones. Que Andrómeda esté a dos millones de años-luz y que podamos apreciarla desde aquí, me cautivaba. Observar Orión y su cinturón pleno de vida, de donde nacen continuamente estrellas, me hacía temblar de emoción. Descubrir racimos de estrellas después de leer en el manual con una linternita forrada en papel rojo y enfocar durante noches y noches mis prismáticos hacia Sagitario, resultaba un premio extraordinario a mi constancia.
Reconocía el triángulo del verano con sus apasionantes nombres árabes y griegos. Cástor, seis estrellas simulando ser una. Sagitario, repleta de joyas relucientes, Saturno y sus anillos, fieles desde la eternidad. Las Pléyades, femeninas y misteriosas hijas de Atlas, que aún sosteniendo el mundo tuvo tiempo de engendrarlas con una ninfa enamorada. Sirius, brillante y cercana, mítica estrella que marcaba el calendario de los egipcios. Cuando la miro, un resplandor centelleante a ocho años-luz, me guiña nombres de barcos, títulos de novelas, personajes de cómics, huellas de miradas a través de la historia y del mundo. Arturo, casi treinta veces el sol. El Cisne, volando raudo a visitar a Leda.
Nosotros aquí, tan pequeños, tan fieramente humanos, tan fieramente animales, a la vez vastos y miserables, capaces de amar pero dispuestos a matar. Humanos con polvo de estrellas y sedientos de sangre. Humanos después de milenios, todavía bestias a pesar del Universo.
El disco celeste de Nebra es un objeto de bronce, de unos 30 cm de diámetro e incrustaciones de oro, que se interpretan como un sol o la luna llena, una luna creciente, y estrellas que podrían ser las Pléyades.
Se encontró cerca de Nebra, Sajonia-Anhalt, Alemania, datado alrededor de 1600 aC .
Foto Virgi