miércoles, 24 de abril de 2019

Perdida calidez



Una vela, quizás un quinqué. El pañuelo anudado envolviendo unas monedas. Tal vez una foto amarillenta de alguna abuela de traje negro y gesto serio, junto a unas florecillas secas.

Poco más. Excavadas en la tosca, elementales repisas, ménsulas minimalistas en tiempos de escasez.



Al calor de la cueva, la puerta aún guarda latidos de antaño.


Texto y fotos, Virginia

sábado, 20 de abril de 2019

Un cuento







Como en los cuentos, érase una vez una isla, hace miles y miles de años. Una isla que empezó pequeñita y se fue construyendo a golpes de fuego y bocanadas de lava.
El viento, la lluvia, las estrellas, el mar, el sol, eran fieles testigos.

A ratos se explayaba con fuerza incontenible, otras fluía perezosa. En unas partes brillaba negrísima en los basaltos consistentes; en otras, las pumitas se jactaban de sus colores ocres, blanquecinos, amarillentos, cubiertos de alvéolos, poros de piel volcánica, dejando un paisaje tan prodigioso como para seguir con los cuentos en cada una de sus rocas, de sus perfiles, de sus oquedades misteriosas.



Aquellos testigos que aún permanecen, los que lo acarician tanto con fuerza atronadora como con delicadeza, han modelado un espacio cambiante, sugerente y más delicado de lo que el volcán seguramente hubiera deseado. 




























Está ahí, al borde de nuestros pasos, para sorprendernos una y otra vez, con sus formas caprichosas, tiernas aunque ásperas, cálidas como el sur al que pertenecen. Habremos de mimarlas y acariciarlas, igual que la lluvia y el viento que las vio nacer, hace tanto, tanto, tanto.







Texto y fotos, Virginia

miércoles, 17 de abril de 2019

De cuando todo era tan puro





-No se puede poner la radio, que el Señor está muerto.
-Si juegan en la plaza, no griten, que el Señor está muerto.

Y así, una serie de recomendaciones que acatábamos sin rechistar, tenían algo de misterio excitante,  quizás hasta podíamos ser cómplices de algún crimen sin saberlo, un pequeño aliciente repetido cada año en los Sábados Santos de mi infancia pueblerina, remota y feliz.

Ya había ayudado a Catalina, la sacristana (hermana de Pepe el Cartero, famoso en todo el pueblo y algo más lejos por sus atributos viriles), a colocar las cortinas negras en los altares. Tendría yo unos nueve o diez años y me subía con ligereza para tapar las imágenes de La Concepción, la Virgen del Rosario, San José, la Dolorosa (siempre en competencia con la de la Iglesia del Cristo: “No, esta es más natural”, “Qué va, la otra sufre mucho, ¿no le ves las lágrimas?”), San Isidro, o la propia Santa Catalina, preciosa imagen atribuida al imaginero Luján Pérez.

En alguna de esas aprovechaba para rozar la reliquia de la Santa, incrustada en la rueda dentada con la que el emperador Majencio quiso ajusticiarla. O miraba con detenimiento el puñal de plata clavado en la Virgen de Dolores y la cabellera inmensa de la Magdalena, estirada hasta la cintura, sobre un traje morado.
Lo más impactante era colocar retamas floridas alrededor del ataúd forrado en plata, donde descansaba, entre atribulado y sereno, Cristo Difunto, el que había sufrido por nosotros y por eso le debíamos el respeto de no alegrarnos hasta que resucitara, total, poco más de un día de silencio y mesura. Un tiempo que se nos iba volando, tal como volábamos de casa en casa, de barranco en barranco, o de plaza en plaza, sin peligros descubriendo el mundo cercano.

El olor de las retamas igualmente me lleva en volandas a la niñez despreocupada, donde cualquier cosa podía ser un misterio, y un encargo de los mayores, un paso hacia la madurez. Misterio y madurez que nunca acaban de desentrañarse, será por eso por lo que nos atraen, igual los recuerdos, evanescentes como las florecillas blancas que adornaban al Señor muerto, el de los días puros y silenciosos.


Texto y foto, Virginia

miércoles, 10 de abril de 2019

Vila Real de Santo Antonio



Va lento el Guadiana a su paso por Vila Real, sabe que en nada se despide de los pueblos y las gentes que lo han acompañado desde su nacimiento. Le quedan unos cientos de metros para diluirse en el mar, así que se entretiene en su final. Vila Real le ofrece su plaza espaciosa, por si quiere tumbarse al sol. Pero no, el río sigue y Vila Real se queda con las calles a cordel, la iglesia y sus adoquines  blancos y negros bajo nuestros pasos.



Inicialmente un pueblito de pescadores arrasado por el terremoto de Lisboa de 1755, fue reconstruido en su totalidad con las ideas progresistas del Marqués de Pombal, el renombrado político con mente de la Ilustración. 

La villa está trazada a cuadrícula y con ideas prácticas. La plaza, al centro, con un monolito que recuerda al rey José I, y la Iglesia de la Encarnación en uno de los lados, está rodeada de manzanas de casas, con estructuras parecidas, si bien las más cercanas a la iglesia presentan un estilo más noble que el resto. 
En los otros dos lados, están la Casa de Cámara Municipal y la Casa del Cuerpo de Guardia, construcciones que miran al obelisco y se recrean los días de feria con el mercadillo de “velharias” plantado en la plaza una vez al mes.



Al borde del río se planearon varias naves donde acoger y conservar los productos que traían los barcos, pues era éste uno de los objetivos de la reconstrucción, convertir la villa en un centro conservero que diera ocupación a la población, al tiempo que daba salida al pescado de la zona. Esas naves tienen ahora otros destinos, con sus frentes mirando al río y viendo pasar los variados tipos de barcos, muchos que se dirigen a las playas, a la zona de marismas (un lugar protegido para descanso y nidificación de aves migratorias) o tal vez únicamente desean acompañar al Guadiana en su adiós.


Algo que llama la atención es que la estructura reticular   llamada “trazado pombalino” -usada de igual forma en la Baixa lisboeta- tiene unas calles en dirección Norte/Sur y las otras Este/Oeste, conteniendo 41 manzanas, todas edificadas y mantenidas en su estilo original, lo que le presta a la villa un encanto peculiar. 
Si a esto le sumamos la rica gastronomía, la calidez portuguesa, el clima agradable y la posibilidad de compras, no podemos sino estar motivados a visitarla, pisando sin prejuicios los pequeños cantos portugueses, tan bien elaborados, que parece imposible engalanen los suelos de pueblos y ciudades de todo Portugal, una seña humilde pero inconfundible de la identidad del país.




Vila Real de Santo Antonio descansa al sol, dialoga con el río y espera que pisemos sus calles en blanco y negro, apaciblemente, solo por regodearnos en un lugar creado gracias al pensamiento culto de una época que parece murió y no ha de volver.




Texto y fotos, Virginia

lunes, 8 de abril de 2019

Resquicio




Se asoma un rato cada día.

Desde que, desengañada del mundo, 

decidió encerrarse, 

le basta con vislumbrar ese trocito 

para alimentar alguna esperanza.



Texto y foto, Virginia

sábado, 6 de abril de 2019

Delirio




En la ciudad soñada, el aire es azul, 
las casas de colores 
y por los tejados anda un sendero 
desde el que se vislumbra la vida de las gentes. 

Corre un río de plata atravesando las ventanas 
mientras los árboles titilan como las estrellas.


Texto y fotos, Virginia

jueves, 4 de abril de 2019


Tan distintos y tan cercanos.




Texto y foto, Virginia