domingo, 31 de mayo de 2020

Veneración







El Teide, esa montaña fiera y arrogante, el tercer volcán más alto del mundo si lo midiéramos desde el lecho marino, se alza en medio de la isla, y nos regala cada día su imagen imponente. 
A los pies, tajinastes, y hierba pajonera, magarzas, rosalillo de cumbre,  violetas y  retamas, codesos o alhelíes, lo perfuman y lo adornan, en señal de respeto.



Yo voy,  lo miro y lo admiro. Como a un padre gigante, lo reverencio, y me quedo con su perfil de fuego, de lava y basalto, mientras el cielo protege su cuerpo inmenso.







Texto y fotos, Virginia

martes, 19 de mayo de 2020

VOCES XLIV

Mi sur




 
Mi sur que con cuatro gotas se refresca y se viste de colores.
Sean unas noriegas zanquiadas, una posma vespertina o un chipichipi inesperado, cualquier agüilla la absorbe con humildad y contentura.















Y si coge centro, como dicen por allí, en nada salen maravillas, corregüelas, relinchones. De los escobones brotan albas flores que tintinean atrayendo a las abejas, entretanto los tajinastes redondean su cuerpo con flores lilas y rosadas. Las gamonas sacan las delicadezas sin pudor y las pencas se festonean de brillantes anaranjados. 


















Altabacas, magarzas, matorriscos, hinojos, corazoncillos, abren los pétalos al sol y se encaraman por las chapas, buscando la cumbre, entre eras, atarjeas y barrancos.


Mi sur agradecido, abierto y luminoso. 
Como sus gentes.


 
Texto y fotos, Virginia

sábado, 9 de mayo de 2020

Detonante




Recibí de mi hermana Nice una foto que me removió como el cucharón en una sopa. O algo parecido. Después de dos meses sin pisar los lugares de mis largos primeros años, iluminados por una luz primaveral que seguramente es tan pura como en aquellos tiempos, trocitos de vida salieron raudos, volando como lo hace la pólvora en un fuego de artificio.

La iglesia, hermosa y valiosa, de torre robusta y campanas que sonaban varias veces al día, marcando horarios que había que cumplir a rajatabla. La plaza, el parco ciprés, las dos acacias, la cruz y el banco donde descansar de los juegos, al soco de sus lajas chasneras que aún perduran, tibias al sol de la tarde, hirvientes a mediodía. El balcón de La Casona, tapizado de verodes y el pozo a un lado. La vecindad amorosa con la escasa chiquillería, la gente que subía y bajaba saludando atentamente.



La escuela de la abuela Hortensia y luego de mi hermana Maya, hoy de ventanas rojo inglés, donde aprendí las primeras letras y de la que salimos aquella mañana del 59, a ver el eclipse con cristales ahumados, cuando las gallinas se acostaron al sentir que atardecía, mientras mi madre nos tomaba unas cuantas fotos.

En los jardines y sus parterres circundados con botellas vueltas del revés, florecían rosas olorosas y efímeras, guaidiles espontáneos, estrelitzias, calas y geranios. Aún se mantiene el nisperero, al que trepaba con agilidad evaporada hace ya tiempo, el guayabero tímido pero generoso, los almendreros de primavera japonesa. Algo más lejos, crecían las pencas de higos exquisitos, un par de membrilleros casi alongados al barranco.

De los boliches, las pelotas de “paro” o el “brilé”, las patinetas, la escondidilla, la guerra, el tejo, la soga, la bicicleta, los amigos, las ventas de chicles Bazooka, regalíz, chochos y melcorchas no quedan huellas ni en la plaza ni en sus alrededores. Pero no me importa, van conmigo y salen a flote en momentos como estos, cuando una imagen empuja desde algún lugar desconocido lo que se nos grabó para siempre, en un tiempo lejano y dichoso.

Texto, Virginia
Foto, Nice