martes, 29 de diciembre de 2020

La Ventita de Alicia



He tenido alumnas que ahora ejercen de maestras, administrativas, enfermeras, doctoras, agricultoras, peluqueras, dependientas. Sin embargo, una de ellas tenía un sueño desde pequeña: tener una venta. Sí, ese era su máximo deseo, una venta en el pueblo de su infancia, en el lugar donde nació y creció. Tanto lo soñó y tanto empeño puso en conseguirlo, que desde hace unos años atiende a la vecindad con la mejor de las sonrisas, unos caramelos o una tacita de café. 

Alicia, la pequeña de ojos grandes, preciosa chiquilla que subía La Calzada de la mano de alguna de sus amigas, quizás ya en esos tiempos quería leer, escribir, sumar, multiplicar, solo para que crecieran sus sueños. En ellos había un don persistente y generoso que iba dando forma a monedas, pesas, mostradores, horarios, envíos a domicilio, anaqueles, congeladores.

La Ventita de Alicia ya es un lugar de obligada visita si vas a La Zarza. Ha logrado un espacio encantador donde puedes encontrar buena fruta, variados panes de Fasnia, regalitos de última hora, queso muy rico, escobas para los patios, chacinas, verdura fresca, sabroso pescado salado, productos de limpieza, granos, pastas, enlatados.

Su compañero, Carlos, apuntala esta labor con un buen hacer ejemplar. Ahí están ambos, dándole vida a un barrio donde estuve dieciséis años de maestra, tan jovencita yo y tan amorosamente aceptada. Para este nuevo año que se acerca, han impreso un calendario con varias fotos mías, de aquellos rincones que me cautivaron hace más de cuatro décadas, espacios entrañables y auténticos donde vivía gente como Alicia, para la que tener una venta en su pueblo es ahora la mejor de las profesiones. 

Un corazón grande seguro que sí tiene, el mismo que late cuando entras en su venta, La Ventita de Alicia.


Con su sonrisa y sus buenos deseos,
les dejo los míos para

este año que se acerca.





lunes, 21 de diciembre de 2020

Ruego

 


Luz como pétalos o madrugadas.

Como rayos solares y aleteos de mariposa.

Como los ojos del gato, la sonrisa infantil, un fulgor marino.

Luz de relámpagos y de la luciérnaga que huye.

La breve luz de un faro en la noche.

 

Un poco de luz en esta cueva oscura, alguna fosforescencia que nos alumbre.


Texto y foto, Virginia

 

martes, 15 de diciembre de 2020

VOCES XLIX

 

 


Le dio un tontín.

Andas siempre de mairén pa’ mairén.

Más flaca que el espíritu de la golosina.

Por nada hace el bico y se echa a llorar, un ñanga

 completo.

¡Quítate esas lonas y reguíndalas pal barranco, que

 están jediendo!

No seas lambida y empurra el jocico pa’ otro lado, 

aburridita me tienes.

El safado aquel se consiguió una pretendienta y

 ahora va de gallito, vaya un machanguillo.

¡Menudo palanquín, cualquier día lo emparejan bien!

Coge un fisco apenas y no te arregostes.

¡Fúchete, camello!

Busca un asío y tráeme unos gachitos de uvas.



 


 

 Texto y fotos, Virginia

 

domingo, 13 de diciembre de 2020

Rendición

 

El Arcángel arroja con furia su lanza justiciera. Cruza el arma santa los celajes infinitos, atraviesa cirros, cúmulos y estratocúmulos. Pasa cerca de águilas, cóndores, buitres y ánades. Sorprende a cernícalos, gaviotas, cormoranes, palomas mensajeras. Entra en el bosque, acariciando acículas, hojas relucientes de hayas, álamos, alcornoques. La ven pasar mariposas, gorriones, palomas mensajeras, búhos y codornices.

Como una flecha eterna, atraviesa un tejado y se incrusta en las baldosas frías de una casa sin vida. Allí, en medio de la fronda soledosa,  no habrá de develarse por las injusticias.


Texto y foto, Virginia

viernes, 4 de diciembre de 2020

Quiebros VII

 

Clara Bianchi, bailarina

Ya antes de nacer, su madre decía: “¡Esta criatura no para, todo el día brincando aquí dentro!”. Tal cual, de bebé movía su cuerpecillo con cualquier música que sonara alrededor, a los cuatro empezó en ballet, a los ocho, de tutú y lentejuelas, hizo de cisne. Con doce, dominaba las posiciones y movimientos básicos.

A los catorce se hartó del ballet y se metió en zumba; algo después quiso aprender tango y realmente lo hacía con temperamento y autenticidad. Así fue pasando por rumba, flamenco, bachata, vals, danza de salón. Con veintidós años se enamoró locamente de un bailarín francés con el que se fue de gira por Europa, participando en concursos, demostraciones, clases y todo tipo de actividades danzarinas.


Entre unas actuaciones y otras, aún tuvieron tiempo de tener tres niñas, a las que llamaron Lasya, Mikoto y Terpsícore, diosas de la danza en distintas culturas. El quinteto era imparable, bailaban y bailaban como si les dieran cuerda cada noche, las pequeñas daban pasos acertados desde su más tierna edad, mientras el padre les impartía clases de claqué o vals, y la madre, de sirtaki, polka o el complicado tango.

Clara Bianchi era dichosa en aquella familia, los problemas cotidianos se resolvían con facilidad y rapidez, para dedicar todo el tiempo posible a su ocupación preferida.

Crecieron las niñas, dejaron el baile, se fueron de casa. El marido abandonó la danza a raíz de una caída, se dedicó a la agricultura ecológica y se lió con una suiza, vegana por más señas. A Clara ninguna de tales cosas le afectó mucho. Había nacido para eso y en ello siguió. Pero no todo es tan claro nunca, ni tan definitivo. Bastó un día una sesión en un teatro que nunca había pisado, en una ciudad checa de nombre impronunciable, para que se enamorara perdidamente de la tramoyista, una mujer que manejaba cuerdas, botones, maderas, cortinajes y escenarios como nadie. Entre las bambalinas, bastó una mirada entre ambas para que el fulgor hiciera brillar el piso, las colgaduras y el foso de la orquesta.

Se besaron en el camerino, dos perfiles alumbrados por las luces de los espejos. Se abrazaron largamente en el descanso. Se amaron toda la noche en la suite del hotel.

Clara Bianchi dejó las actuaciones y se dedicó a dar clases de danza. Compaginaba la enseñanza con la de colaborar en los montajes de cualquier compañía artística que pasara por la ciudad, aunque nunca logró entender bien cómo pudo una sola mirada cambiar su vida, de bailarina voladora a grumete de teatro.


Texto y foto, Virginia

 


jueves, 3 de diciembre de 2020

Alternativa

 



Si no es con una, será con la otra, piensa.


Así le va, esperando una suerte que no llega.



Texto y foto, Virginia

miércoles, 2 de diciembre de 2020

Paradoja

 

Colecciona cuchillos como si fueran cromos.

Será porque es incapaz de matar una mosca.




Texto y foto, Virginia

sábado, 28 de noviembre de 2020

Refugio

 


Un cañizo, un toldo, un parapeto, una pared, una sábana desteñida, un fular como el arco iris. Algo que nos proteja del fuego celeste.

Quizás una vela surcando el mar.

Una toquilla que cubra nuestras cenizas, mientras el incendio arrasa incluso con el hielo.



Texto y foto, Virginia

 


lunes, 23 de noviembre de 2020

Petulancia

 

Vanidoso, el gallo alegó con enjundia que el 

primer huevo había sido cosa de uno de sus 

congéneres.



Fin. No habrá más disquisiciones acerca de 

este asunto.




Texto y foto, Virginia

sábado, 21 de noviembre de 2020

Las Fuentes (Guía de Isora)

 

La primera vez que visité Las Fuentes fue a mediados de los noventa. Salimos de Vera de Erques, pasando por la evocadora casa de Montiel con lavaderos, aljibe, horno y una era cariñosa bajo la ventana que mira al poniente. Atravesamos luego tierras baldías hasta llegar al barranco de Cuéscaro, y en nada, al de Los Morales, sombrío y de abundante vegetación, incluso creo recordar un cedro cuyas ramas nos acariciaron al pasar. Algo más tarde se abandona el cauce para ir subiendo sin que se vislumbre nada de lo que nos espera.



He ido luego varias veces, tanto por este camino, como por Acojeja, así como por la pista que sale de Tejina, y siempre me sorprende este lugar. Dormido, casi intacto, se nos ofrece primero llano, como un natero o una vega bien organizada, con senderos estrechos y muros marcando huertas y gochos donde hace un par de siglos se plantaba y se recogía en abundancia, tanto, que fue reconocido como el granero o la despensa de Isora. Alguna casa grande de varias estancias se encuentra al llegar, cerca del camino principal que va dejando lo llano y asciende hasta Boca de Tauce, tan tranquilo él sin saber que el Teide lo espera. Una llave al paso y su tanquillita para que el líquido no se desperdicie, igual que los chorros donde la gente de antes acudía a recogerla, como el de la Cimbre, en mi infancia del norte.





Precisamente el nombre de Las Fuentes se debe a los numerosos manantiales que salpicaban la zona, aportando suficiente agua para sus habitantes, así como para otros barrios de Guía. Esa excelencia natural propició la agricultura y la ganadería, con huertas y considerables rebaños de cabras. Familias numerosas que vivían de las bondades de la tierra, aunque con los sacrificios propios de los tiempos, crecieron entre los muros que ahora contemplamos, recios, firmes, tanto unas como otros.


El camino sube sobre una osamenta de roca, una columna vertebral que sustenta otras casas más modestas, pero sólidas, de  los fuenteros que prefirieron levantarlas en sitios que no ocuparan tierras de sembrar. De piedra seca, con patios y geranios abandonados que crecen entre pencas y algún almendrero. Las puertas miran a esos patios donde una vez creció la vida y había chiquillos y perros, ancianos en los muretes al sol de la tarde, quizás unos calderos secándose, unas flores en cacharros viejos, una cruz en un hueco de tosca o marcada sobre el dintel.


Por otras veredas se encuentra una charca, alguna otra era, paredes ocres acompañadas de vides retorcidas, hornos de pan y de tejas, un peral orgulloso de su edad y ramaje, higueras, moreras, durazneros. La Montaña de Tejina es una madre sensual que vigila el caserío, guardando en la piel volcánica historias de guanches y veleros en lontananza, cuando Las Fuentes no era aún despensa organizada pero sí lugar habitado en cuevas y riscos, de lo que quedan rastros que solo conocen unos pocos. La montaña es un hito en esa zona, un referente coronado por la ermita de San José, a la que por cierto, nunca he subido por más que lo he planeado. Creo que el santo solo tiene que alongar un fisco su cara barbuda para ver los tejados, las veredas, las huertas de jable, los barrancos profundos, las cuevas frescas que guardan el vino y la fruta veraniega.


En el horizonte, La Gomera, tan cerca, nos guiña un ojo de verde laurisilva, consciente de que pocos lugares son tan hermosos como éste de Las Fuentes.


Texto y fotos, Virginia

 

 

 

martes, 17 de noviembre de 2020

Sin milagro


"Hágase la luz", dijo alguien.

La luz no se hizo y aún seguimos en la oscuridad.


Texto y foto, Virginia

domingo, 15 de noviembre de 2020

Cine y colorines (2)

 


A la salida del cine, cuando ya solo me quedaba medio duro, aún podía hacer algunos malabarismos. Unas melcorchas, un chicle Bazooka, quizás unas regalías en el carrito de Pancho o en el de Nélida y para acabar, un colorín en el estanco  Morales.

Los carritos eran pequeños pero contenían golosinas atractivas, también chochos, caramelos, cigarrillos, pastillas de menta. Dos ruedas, unas asas para transportarlo, un tejadillo minúsculo y dos cristales que se abrían a un abanico de formas, colores y azúcares.

El momento de los colorines también tenía su emoción, debía rebuscar entre varios pues el presupuesto no daba para  todos lo que hubiera querido. Carmen Rosa, la empleada cariñosa que nos conocía de siempre, me entregaba un montón para que escogiera mis preferidos. Como me encantaban las Vidas Ilustres y Vidas de Santos, se me iba la vista a Edison, Demóstenes, Santa Cecilia, Santa Rosa de Lima o San Vicente de Paúl. Otras veces eran Pulgarcito, Mortadelo, El Jabato o El Capitán Trueno. Esos colorines, más los cuentos y libros que nos regalaban en casa, fomentaron grandemente mi afición posterior a la lectura.


Con un colorín bajo el brazo y masticando un Bazooka de pompas inmensas que había que ir amorosando con sabiduría entre labios, lengua y dientes, hasta sacar un globo que nos cubría media cara, dábamos varias vueltas a la plaza, un entretenimiento dominguero que hacíamos como quien va a las carreras de Ascot. 

¡Ah, y aquellos Bazooka, envueltos en papelillos con chistes que coleccionábamos e intercambiábamos con los amigos! Y digo amigos, porque de pequeña casi todos los vecinos eran niños, así que jugaba a ratos con ellos a gongo, la pelota, la guerra o la patineta.

Al cine, no, al cine iba sola y a veces con mi hermano cuando ya él creció algo más. Y a buscar colorines también iba sola, a enfrascarme en las imágenes que aunque ya no se movían como en la pantalla, me hacían crecer, aprender y deleitarme con la ilusión y la ingenuidad que nos adorna la infancia, ese tiempo al que siempre se regresa, como bien sabemos. Y mientras el domingo de cine y colorines daba paso al lunes, el chicle se guardaba en un vaso con agua para aprovecharlo al día siguiente, un recurso infalible para estirar tanto sus pompas como la sensación de que podíamos alargar igualmente el dinero que nos había costado.



El cine y los colorines se incrustaron en aquellas tardes domingueras y salen a la luz sin invitarlos. Vuelan en mis recuerdos como mariposas,  luciérnagas, saltamontes y mariquitas, portando cientos de imágenes mágicas que, a su antojo, van y vienen conmigo sorprendiendo a la niña que ya no soy.


Texto y fotos, Virginia (excepto la de la Plaza de La Estación, sacada de la red)

martes, 10 de noviembre de 2020

Cine y Colorines (I)

 


Con ocho o nueve años ya iba sola al cine. Los domingos por la tardes subía desde Santa Catalina hasta La Estación, bien dispuesta, con una rebequita por si hacía frío y un duro en el monedero.

-       _Una entrada, don Máximo. Y el taquillero, reconocido maestro, pintor, diseñador de la alfombra principal del Corpus, ilustrador de libros de texto y sobre todo, un alma generosa que se ocupó de que los sordomudos de los contornos aprendieran a leer y escribir, me entregaba la entrada con su sonrisa de hombre apuesto, educado y paciente.

El local era inmenso a mis ojos infantiles. Las butacas de madera, que me parecían centenares, se estremecían al bajar el asiento, y el foco de luz era un cono luminoso que daban ganas de agarrarlo y recorrer su luz de punta a cabo, para flotar entre nubes de humo, alguna mosca y bichitos minúsculos.

Allí salía el inefable Cantinflas, las praderas americanas de indios, bisontes, forajidos y sherifs, las lianas de Tarzán, Simbad atravesando los mares, los dramas españoles, Marisol y un rayo de luz.

Ir al cine los domingos por la tarde era un gozo. Con su ritual de risas, gamberros que molestaban al acomodador, frases del público a favor o en contra de la trama, el ruido de la lluvia sobre el tejado, allá arriba tan lejos, tanto, el descanso ineludible para cambiar la bobina y los ronquidos de algún borrachín que se quedaba dormido en un intre.

El Cine Capitol ostentaba un lujo importante. Dos escalinatas amplias con pasamanos de madera pulida, unos cortinajes rojizos que cerraban al empezar la cinta y otros oscuros a los lados del escenario. El NO-DO antes de la película era obligatorio, un medio más del franquismo para mentalizarnos de sus méritos. Desfiles, presas gigantescas, inauguraciones, procesiones importantes, grandes del fútbol y los toros.

Los tráilers nos insuflaban las ganas de empatar un domingo con otro, solo por las dos horas de magia. Cuando empezamos a asistir  a Catecismo en la iglesia de Santa Catalina, por fortuna nos dejaban salir un poco antes para llegar con tiempo a ese disfrute semanal. Las películas tenían una numeración, si eran del 2, para todos los públicos, y con un 3, solo para mayores. Cuando se pasaban de rosca, a juicio de los censores de la época, llegaban al 3R, mayores con Reparo. Reparo al que no sé si los porteros  le ponían mucho interés, pues una vez pude ver Una gata sobre el tejado de zinc, que era casi del 4, calificación imposible de comprender para la niña que fui. Incomprensión por la numeración e incomprensión por la trama de esa y otras películas No Aptas para menores que ponían a las 4 como si fueran de Popeye.

El cine, ¡ah, el cine! con su poder evocador nos lleva y nos trae como barquillas entre las olas, solo pendientes de que el final sea feliz, los enamorados se encuentren, a los indios no los maten y capturen a los malos.

Cosas todas que no siempre suceden en la vida real.

 


 Texto y fotos, Virginia

domingo, 8 de noviembre de 2020

Secuencias

 


Con todo preparado se dispuso a esperar,

un golpe sería suficiente.


Ni un grito en el mediodía rojo.


Extraño fetiche,

solo se llevó el retrato de la boda.


 



 Texto y foto, Virginia

 

 

martes, 3 de noviembre de 2020

VOCES XLVIII


 

¡Jurria diay, muchás, no seas macharengo, que esconchas el lebrillo y tengo una tonga de cacharros por fregar!




Si no fueras tan merdellón ni jeringaras tanto, otro gallo nos cantaría, pero no quieres sino la papita suave, te embostas como un tajul y luego te enralas con los golfiantes de la calle. Después vienes relajiento perdido, haciéndome morisquetas y carantoñas, qué ganas de botarte a la marea con un buen pandullo!





 


Texto y fotos, Virginia

jueves, 29 de octubre de 2020

Plantón


 ¡No vuelvas a decirme que pasas a tomar café, 

ni imaginas el tiempo que estuve esperando!




Texto y foto, Virginia

lunes, 26 de octubre de 2020

Pino de la Morra

 


Imposible que el Pino de la Morra viera pasar bajo sus ramas a los guerreros guanches camino del Barranco de Acentejo, donde se libraría la batalla de igual nombre, y que iba a ser la única victoria de los aborígenes frente al Adelantado Fernández de Lugo y sus soldados.



Quizás ese ejemplar majestuoso de tronco poderoso y múltiples ramas ni siquiera había nacido, pero quiero imaginar que era un árbol joven y ya aguerrido aquel día primaveral de 1494, deseoso de que su madera sirviera para lanzas o garrotes con los que defender el territorio bordeado de azul que divisaba desde su incipiente copa.

Con armas rudimentarias frente a espadas y dagas, y ayudados por el conocimiento que tenían del terreno, los guanches asestaron una derrota contundente al ejército español, hasta el punto de que Fernández de Lugo huyó monte arriba, con una capa prestada para que no lo reconocieran y sangrando por la pérdida de un diente. Herido en su orgullo de conquistador nato y sanguinario, habría de volver al poco, con suficientes refuerzos para asestar el golpe de gracia y someter a Bencomo, el Mencey de Taoro que le había hecho perder la batalla.

Si el Pino de la Morra aún no había nacido para ver bajar a los guanches por el llamado Camino de los Canarios, tampoco supo de la batalla, de las escaramuzas, del ganado robado que volvió a los guanches gracias a sus silbos, de los banots como lanzas y los tamarcos como escudos.


No, seguramente el Pino de la Morra no pudo contemplar estos hechos, pero cuando me acerco a su tronco oigo un susurro lejano de voces, gritos, lamentos. Lo que quedó en el aire de aquella batalla se incrustó entre sus intersticios y allí sigue para quien quiera oírlos.







Texto y fotos, Virginia


 


jueves, 22 de octubre de 2020

Líquida y literaria Dublín

 

El río Liffey fluye como un dublinés más, entre puentes, pubs, gaviotas y macetas con flores. La ciudad tiene puertas de colores, tiendas antiguas, gente en bicicleta, numerosos parques, estudiantes que entran y salen de la Universidad y curiosos que entran y salen de la espléndida biblioteca del Trinity College, donde se contempla el Libro de Kells, un manuscrito del año 800 d.C.


Exquisita la muestra de delicados tesoros de Asia y Oriente Medio, en la Galería Chester Beatty, un magnate estadounidense dedicado a reunir a lo largo de su vida un cúmulo de variados objetos -manuscritos, miniaturas, grabados antiguos- para formar una colección muy a su gusto. A finales de los años cuarenta decidió vivir en Irlanda donando lo que había recolectado, por lo que se le tiene en gran estima, hasta el punto de organizarle a su muerte un funeral de estado, como ciudadano irlandés de honor.

En la Galería Nacional, de placentero itinerario, se nos muestran obras de maestros de la pintura. Un Velázquez de lo más original, Vermeer y sus interiores luminosos, Turner, Goya, Monet, Berthe Morisot, Lavinia Fontana, Picasso, Rembrandt, Caravaggio.





La ciudad se recorre fácilmente y en más de una ocasión nos encontraremos con Molly Malone y su carro de pescado, músicos, librerías con solera, incontables pubs con suficiente gancho como para entrar en unos cuantos y bebernos una pinta acompañada de una ración de fish and chips. No hemos de andar mucho para recordar a escritores como Williams B.Yeats, Bernard Shaw, Elizabeth Bowen, Oscar Wilde, Edna O'Brien, Samuel Beckett o James Joyce, ya que Dublín –y toda Irlanda- es cuna de artistas de todas las ramas, que están representados en bustos, estatuas, placas, recordándonos el acervo cultural que posee el país.

La cerveza corre casi como el Liffey, y aunque Temple es  la zona por excelencia, podemos degustarla en cualquier esquina, siempre acompañados de maderas, cojines, espejos y barras pulcrísimas, amén de bebedores del país y de fuera, bien acodados en el mostrador o en las coquetas mesitas.












Pero no podremos dejar Dublín sin visitar la Huhg Lane Gallery, en la parte norte del río, para conmocionarnos con la reconstrucción fiel y abrumadora del estudio de Francis Bacon, un espacio que dejará marcado a quien lo vea. En el más absoluto desorden (“En el caos trabajo mejor”, dijo más de una vez), sin criterio aparente, conviven botes de pintura, trozos de papel, revistas, periódicos viejos, pinceles, lienzos rotos, libros, trapos,discos, cartas. 

Una amalgama que bien podría ser el cuarto de un enfermo del síndrome de Diógenes, si no fuera porque sabemos que fue el taller de un genio. Nacido en Dublín en 1909, solo vivió aquí su primera infancia y el resto de su vida en diferentes países, incluso en España, donde murió en 1992. El estudio fue trasladado íntegramente desde Londres, lugar donde trabajó unos treinta años. Es tal el volumen de objetos, que el traslado y montaje duró varios años, hasta su apertura en 2001.

Dejamos Dublín con el impacto rotundo de Francis Bacon, perturbadora experiencia que me enseñó a comprender un poco más acerca de nuestras contradicciones, de las apariencias, de la profundidad dolorosa en la que los seres humanos podemos existir y coexistir. Y aún más, dentro de ese mundo torturado, la posibilidad de crear una obra fascinante, visceral, formidable.


Texto y fotos (excepto estudio cuya autoría se ve al pie), Virginia

lunes, 19 de octubre de 2020

Vacío


Esta habitación la quiero roja. Aquella, de amarillo. La de dentro, verde. Los muebles, azules.



Se cumplieron sus caprichos 

cuando ya no quedaba 

nadie para comprobarlo.

 

Texto y foto, Virginia

viernes, 16 de octubre de 2020

Estirpe

 



En su época rebelde odiaba cualquier alusión que le 

recordara a sus ancestros.


“Oh, tiene los ojos de la abuela”


“Te pareces a tu padre en el caminar”


“Sacaste la sonrisa materna”


“Mira qué ademanes tan familiares”


De adulto aún más rebelde, y confinado por largo 

tiempo entre cuatro paredes, vino a darse cuenta con 

qué ansia deseaba volver a escucharlas.





Texto y foto, Virginia
 

 

 

domingo, 11 de octubre de 2020

Solución

Debido al exceso de tráfico, hubo que ordenarlo debidamente.

Y en estos casos, las señales ayudan mucho.



Texto y foto, Virginia

miércoles, 7 de octubre de 2020

Quiebros VII

 

Patricio Ortiz, montañero


Sube y baja montañas con la celeridad de una liebre. En los repechos pronunciados ni se inmuta, un pelín menos de ritmo, acompasa la respiración y aquí no pasa nada. Que el repecho se convierte en cuesta o en plano inclinado, tranquilo, Patricio tiene experiencia de sobra. Que tiene que pasar por una cornisa estrecha y resbaladiza, mejor que mejor, esos tramos le encantan.

Así es Patricio, un montañero de altura.

Conoce picos del Pirineo, de Sierra Nevada y de Asturias. Algunos de los Alpes suizos e italianos. Ha caminado por los ribetes nevados de los Andes chilenos y los del Cáucaso, subió a unos cuantos en el Himalaya. Las colinas irlandesas le atraen por lo verde, aunque sean un paseo, y las elevaciones de Almería, por la sequedad.



Se ha recorrido gran parte del mundo ascendiendo esas formas redondeadas, sensuales unas veces, y otras, agudas y peligrosas, aunque Patricio controla su paso, sea en un sitio, sea en otro.

Prefiere caminar en soledad, aunque varias veces ha tenido que hacerlo en compañía, especialmente en los lugares en los que se recomienda ir, como mínimo, en pareja. Aún en grupo, se adelanta algo o se retrasa un poco, no suele apetecerle las conversaciones de otros caminantes, él se recrea en la largura de los páramos, los riachuelos medio helados, las cabras montesas que brincan como él quisiera o los nubarrones que asoman tras los picachos. Camina a un paso excelente, por algo lo lleva haciendo más de media vida, pero también es sensible a un mirlo, un ánade o una lagartija al sol.

Nunca se casó Patricio, ni se le conoció pareja alguna, pocas de sus amistades sabían de su vida personal, más allá del trabajo, las aficiones, su casa y los padres que todavía vivían. Con la familia de alguna de sus tres hermanas salía muy de vez en cuando, más bien por cubrir el expediente de relaciones inevitables, que por  una noción de placer dominguero o de amorosa satisfacción parental.

Pues va y resulta que en una de esas excursiones aparece un excursionista como él, amigo de alguien de la familia, un montañero de experiencia, un obseso de las botas, la mochila bien cargada, los piolets por si nieva, el saco de plumas. Un tipo bien pertrechado, tanto en el material deportivo como en su físico, curtido de sol, cumbres y alturas.

Como era natural, empezaron por los senderos, siguieron por las colinas, subieron picos secos, húmedos y nevados. Continuaron con los grandes recorridos, hasta caer un día, en una tienda al borde del risco, en una pasión más arrolladora que  cualquier alud alpino.

Patricio Ortiz ya no anda solo ni por sitios arriesgados, ni por veredas apacibles, el amor ha cambiado sus senderos y los recorre como alguien que comienza a caminar de nuevo, descubriendo el paisaje con la alegría de un niño.


Texto y foto, Virginia