Llegamos a Seima después de un
largo sendero colgado sobre el barranco, con tramos empedrados y bajo un risco
monumental. Cruzando al cabo de un rato una degollada en las cercanías de
Tacalcuse, nos acogió un paisaje de infinitos bancales, plácida compañía hasta el caserío en medio de la nada.
Me senté entonces sobre un banco
todavía entero, allí donde una vez, calderos, tazas y cucharas se secaron al
sol. El diminuto patio orientado al ocaso conserva una calidez impensable,
rodeado de paredes de piedra seca, soledosas de no soportar ya ningún tejado,
con vigas arrumbadas, poyetes de cocinas rústicas, algún mueble desconchado,
goznes vacíos de puertas desaparecidas. La vista se pierde entre huertas que
siguen la orografía del terreno dejando las zonas rocosas para las casas, algún
horno, corrales, una callecita tímida cubierta de lajas.
Emociona compartir levedades -la
brisa, algunas nubes, unas briznas de hierba entre las piedras- con el espíritu
que aún flota de las gentes que también descansaron al atardecer, después de
haber observado cómo a duras penas crecía el grano del que seguramente no eran
dueños.
Las barricas con las duelas por el suelo dan cuenta de los cereales que
atesoraron, sobre todo cebada, transportada camino arriba hasta Jerduñe a lomos de las pocas bestias que
poseían los vecinos. O tal vez hacia abajo, en dirección a la Villa de San
Sebastián. Tiempos duros en un lugar hermoso, donde el mar o el bosque son algo
remoto.
La vida en Seima no fue fácil, no,
una treintena de viviendas tan elementales, que entristece pensar en las
existencias que albergaron. Una isla dentro de otra isla, un lugar conmovedor.
Y no solo por su belleza, sino por la extrema sencillez que nos muestra, un
mundo perdido del que, sin duda, somos deudores.
Texto y fotos, VirginiaGracias a la compañía de Lucy y Paco, siempre enriquecedora.