Siempre me había cautivado este rostro, entre tierno, tímido y triste.
Visita que hacía al museo, tiempo interminable que me abstraía mirándolo. El turbante, entre pistacho y limón, con unos flecos disparejos sobre la frente. La manga, blanca y ampulosa, absorbiendo y dando luz, como un globo o una lámpara japonesa. El mantón, lila, o añil, o azul gris, abrigándolo, quizás sólo un pretexto del pintor.
La delicadeza del adolescente, el semblante melancólico, me daban una sensación de lástima, deseando que se confiara a mí. Me situaba enfrente o a un lado y conversaba con él, como cuando visitas a un preso y sabes que hay una barrera en medio que no puedes traspasar. Yo iba siempre de sus ojos al ramillete de flores, del ramillete a su mirada, perdida y doliente. Parecía tener un deber que cumplir, una obligación eterna de la que no podría liberarse nunca. Me fijaba también en las ropas, que no coincidían con su rostro. ¿Un europeo, esclavo en Estambul? Esa posibilidad me daba vueltas en la cabeza y me sugería toda una historia de guerras, raptos y venganzas. Un adolescente perdido entre sus vestidos orientales, perdido en las estancias de un palacete a la orilla del Bósforo, perdido en una ciudad enorme y multirracial.
Una tarde de primavera, cuando la luz esplendorosa de la ciudad se derramaba sobre los patios del museo, entré con un pequeño ramo de flores idéntico al del muchacho y lo deposité a los pies del cuadro. Cuando me alcé, el chico ladeó suavemente la cabeza y esbozó una sonrisa franca y amorosa. Con un brillo de osadía, sonrió aún más, mientras su lánguida mirada se tornaba radiante. Entonces, caballerosamente gentil, extendió el brazo y me entregó las flores frescas y vivas, que, desde siglos, engalanaban su mano de adolescente.
Visita que hacía al museo, tiempo interminable que me abstraía mirándolo. El turbante, entre pistacho y limón, con unos flecos disparejos sobre la frente. La manga, blanca y ampulosa, absorbiendo y dando luz, como un globo o una lámpara japonesa. El mantón, lila, o añil, o azul gris, abrigándolo, quizás sólo un pretexto del pintor.
La delicadeza del adolescente, el semblante melancólico, me daban una sensación de lástima, deseando que se confiara a mí. Me situaba enfrente o a un lado y conversaba con él, como cuando visitas a un preso y sabes que hay una barrera en medio que no puedes traspasar. Yo iba siempre de sus ojos al ramillete de flores, del ramillete a su mirada, perdida y doliente. Parecía tener un deber que cumplir, una obligación eterna de la que no podría liberarse nunca. Me fijaba también en las ropas, que no coincidían con su rostro. ¿Un europeo, esclavo en Estambul? Esa posibilidad me daba vueltas en la cabeza y me sugería toda una historia de guerras, raptos y venganzas. Un adolescente perdido entre sus vestidos orientales, perdido en las estancias de un palacete a la orilla del Bósforo, perdido en una ciudad enorme y multirracial.
Una tarde de primavera, cuando la luz esplendorosa de la ciudad se derramaba sobre los patios del museo, entré con un pequeño ramo de flores idéntico al del muchacho y lo deposité a los pies del cuadro. Cuando me alcé, el chico ladeó suavemente la cabeza y esbozó una sonrisa franca y amorosa. Con un brillo de osadía, sonrió aún más, mientras su lánguida mirada se tornaba radiante. Entonces, caballerosamente gentil, extendió el brazo y me entregó las flores frescas y vivas, que, desde siglos, engalanaban su mano de adolescente.
Muchacho con turbante y ramillete de flores
Michael Sweerts, c. 1655
Museo Thyssen Bornemisza