La mar estaba medio amochada. Lo decían los barqueros. Columbraban a los pejes como idos, atontolinados. Los más ancianos se iban a la morra más alta, donde las tabaibas enormes, y desde allí, veían una clarea distinta, un oleaje diferente, como si la mar estuviera aboyada, esperando algo ancestral.
Estaban los ñangas, que a todo tenían temor, y los culichichis, que iban con los últimos rumores de un lado a otro. Y cómo no, los valientes que margullaban sin miedo buscando novedades en el fondo del mar.
En el mentidero, asocados en el muro encalado cada verano, se tomaban un buchito de café recordando los tiempos de la última erupción, aquella del Teneguía que varias veces lograron divisar desde la isla. Y ahora les tocaba a ellos, cerca de la orilla, cerca de sus nasas y sus pandorgas, debajo del vuelo de los guirres y las pardelas. Habían crecido rodeados de lava, bajo sus pies, por detrás y por delante, cerca y lejos, y ahora venía de nuevo la fogalera inmensa y creciente.
Con el
rebumbio de la noticia, el pueblito había saltado a la primera página de las noticias. El volcán trastocaba sus vidas y nosotros, vecinos, y también descendientes de la lava, nos agoniábamos con ellos. Desinquietos y algo fachentosos por el orgullo de ser volcánicos, hubiéramos querido tener un mirafondo gigante para contemplar lo imposible.
El fuego saldrá otra vez y seguiremos siendo hijos del volcán, de las estrellas, del salitre, de los cardones y los bucios. Y el mar, en su inmensidad, será, quizás, un poco más chico, para que los canarios podamos, con suerte, presumir de una isla nueva.
Fotos Virgi.
Volcán Teneguía, de internet