Observó
la piedra, brillante, oscura.
Era como un cubo de basalto, desprendido de la
roca enorme al pie de la montaña. Nunca había entendido aquello de “menos da
una piedra”… ¡ah, las piedras, testigos milenarios, silenciosos, humildes! Iba recolectando pequeñas piedras en sus
viajes y construía con ellas murallas en miniatura con las que imaginaba Troya,
Tenochtitlan, el Muro de Adriano, Cnossos, Pérgamo o la Atlántida.
Las
había recogido en caminos, playas, montañas, jardines, iglesias en ruinas y
castillos abandonados. Cada maleta pesaba siempre algo más pero no le importaba
dejar alguna pertenencia, a cambio de cargar un nuevo elemento a su
colección.
Las tenía
rugosas, pulidas, redondas, con estrías, rojas, grises, con vetas, verdes,
plateadas. Las piedras le hablaban y ella entendía sus historias. Eran un
aliciente, una forma de condensar el mundo, las gentes, los países, las
costumbres…en las edificaciones minúsculas que luego construía.
Una personal
manera de sentirse útil consigo misma, pegando aquellos trocitos unos con
otros, como una metáfora de lo que pensaba debía ser el mundo.
Fotos y texto, Virgi