Embriagada de azules, vomitará
agapantos, narcisos, lirios, trozos de cielo, piedras de lapislázuli, oleajes
voluptuosos, alguna fula escurridiza y un pinzón del Teide.
Texto y foto, Virginia
A un gigante que subiera desde la
playa hasta la cumbre, seguro le encantaría usar el lugar de Arguamul para
ascender paso a paso, aprovechando los bancales a modo de escalones. Desde los
roques costeros -unos conos basálticos como helados grises y salados- pisaría
las terrazas, alguna era, los patiecitos de las casas colgadas del risco,
quizás una pequeña azotea con ropa tendida.
Arguamul se encuentra en una esquina de La Gomera, por
decirlo de alguna forma que nos sugiera lejanía y dificultad, puesto que no
existen esquinas en la isla más redonda de las Canarias. Protegido por los
riscos de Chijeré y cerca del Monumento Natural de los Órganos (al que solo nos
podemos acceder por mar), este rincón idílico conserva intacta la atmósfera apacible
de los pueblos aislados, rota únicamente por el temor a que se deslice sin
remedio hasta la orilla. Pero no, está bien afianzado sobre un terreno
antiquísimo -el llamado complejo basal de millones de años- en el que se pueden
apreciar las distintas fases geológicas por las que ha pasado la isla.
Hemos de ver primero el espléndido palmeral de Taso y detenernos en la solitaria iglesia de Santa Lucía, sombreada de pimenteras y fundada a mediados del s. XVI. Allí cogeremos resuello para enfrentarnos a una carretera estrecha y vertiginosa que nos llevará hasta el caserío, con los riscos a un lado y el océano al otro.
Con suerte, columbraremos a unos hombres
cavando papas que levantarán la cabeza al oírnos, con ademán cotidiano de
saludarnos, como si fuéramos alguno de sus vecinos. Es posible que una señora
pasee en compañía de un perro ladrador y un anciano se apoye en alguno de los
escasos guardacantones que protegen el camino. Estando en esas, con certeza una
u otro nos contarán acerca de cosechas y tiempos duros, canciones de trilla,
concheros inmensos cerca de la marea, cuevas misteriosas, ascendientes que
emigraron mucho más allá del horizonte y de los cultivos de tomates que luego
habían de sacar por la Punta de las Salinas, camino del pescante de Vallehermoso,
un trabajo que ahora nos parece imposible de realizar.
Ninguno de ellos habrá visto al
gigante trepando sin esfuerzo, pero es indudable que la escalera de andenes en
los que se desarrolla el barrio de Arguamul, es la más cautivadora que esos
seres desmesurados hayan usado nunca para sus desplazamientos. En poco
transitará del mar al monte, de Guillama a visitar a Santa Clara, venerada
imagen de la que se cuenta fue encontrada por unos pescadores que luego levantaron
su ermita en lo alto del pueblo, rodeada de monte y con unas vistas
impresionantes.
Pienso que nuestro gigante frecuenta Arguamul por todo lo que le ofrece, sobre todo la belleza y la tranquilidad de un lugar recóndito en una esquina de la isla más redonda que existe en esta parte del océano.
Texto y fotos, Virginia
Abre los huecos cada mañana
y espera la llegada de los vencejos.
Entran en bandadas con rumor de
cielo y nubes. Giran, chocan, pían alocadamente. Las alas negras baten sin
cesar, motorcitos diminutos de sangre caliente. En pocos minutos no queda
ninguno, se van tan velozmente como llegaron.
Cerrará hasta el día
siguiente.
Texto y foto, Virginia
Si cuesta
imaginar la vida en lugares alejados y con mínimas comodidades, cómo entenderla
en una pendiente volcánica de arenisca roja, donde las viviendas se incrustan
en los huecos como lapas en las piedras. Sorteando grietas y agujeros propios
de la pumita, escalones casi invisibles comunican unas con otras.
Y a veces, ni
eso, hay que ir de aquí para allá y de topete en topete, si quieres visitar el
poblado troglodita de Tagaragunche, delicioso topónimo que nos retrotrae a
tiempos aborígenes, cuando el pueblo gomero aún no era ferozmente dominado por
los Condes de la isla, a finales del s. XV.
En la pequeñez de los interiores nos vemos extraños, imposible imaginar nuestra vida actual en espacios tan ínfimos. Pero algo trascendental poseen estas viviendas: unos muros de piedra con toda la pinta de ser poyos de cocina, un lugar de lumbre, calor, comida y convivencia. Ese lugar que llevamos todos en un rinconcito del alma, de donde nacen unas manos revolviendo el potaje, friendo rosquetes o esperando que brinque el café, cuando algún botón desconocido nos enciende la luz de los recuerdos. Un poyo como centro del hogar, ya sea en una cueva primordial o en la más moderna de las construcciones.
El fuego que
levantó estas islas también supo hacerse pequeño para propiciar encuentros en torno
a un caldero, una escudilla o un barreño. Y en las abandonadas casas de
Tagaragunche crepita todavía la llama ancestral que iluminó piedras y gentes,
imbricadas unas y otras sobre la ladera de una montaña.