lunes, 30 de agosto de 2021

Split, luz y gatos

 


Hay gatos en Croacia, muchos gatos, y escribí hace un tiempo sobre ellos. Te los encuentras en las calles de Zagreb, en la iglesia imponente de Zadar o en los tejados de Dubrovnik. Pero los de Split tienen un grado superior, se hallan un par de escalones más arriba que el resto de sus congéneres. 


Pasean por la ciudad con la altivez señorial de pertenecer a la estirpe gloriosa que convivió con centuriones, senadores, damas de alcurnia, diosas en pedestales. Y hasta es posible que guarden entre su pelambrera algún recuerdo especial del propio Diocleciano, emperador que se empeñó en construir una residencia como si fuera una ciudad y ahora es un lugar apasionante. Caminas por las calles sorteando columnas, arcos, bóvedas y te sientas un rato en el foro, antes o después de visitar el templo de Júpiter. Sin mucho esfuerzo, consigues un apartamento frente a los ventanales del palacio y en la misma puerta pisas sobre losas aún perfectas, colocadas casi dos milenios atrás.

Los gatos de Split duermen sobre la magnificencia del mármol, ya sea bajo los capiteles corintios, en cualquier banco o en medio del peristilo, indiferentes a turistas, fotos, historias, guerras y diversos avatares que no han estropeado la espectacularidad del lugar.


El emperador Diocleciano (al que recordamos por la sangrienta persecución que ordenó realizar sobre los cristianos, alrededor del 303  d.C.) quiso levantar un lugar de descanso para su retiro y, como poderoso que era, construyó un palacete fortificado con zonas de uso personal y otras para la guarnición militar que lo acompañaba. Con todo el lujo y las comodidades que imaginamos se podía permitir alguien que controlaba media Europa, gran parte de Asia y el norte de África, la  edificación quedaba a orillas de la costa dálmata,  partida a la mitad por el “decumanus”, vía que comunicaba dos de las más importantes puertas de entrada o salida de la ciudad.


Sustentado sobre unas bóvedas de cañón que solo la experta ingeniería romana pudo realizar (como todo lo que hicieron en cualquier parte de sus territorios), el palacio asombra todavía más cuando se visitan estas inmensas cavidades inferiores. Y es aquí donde reinan los gatos de Split.


Deambulan a su aire, nos miran con suficiencia, trepan a los muros o se esconden orgullosos detrás de cualquier pedrusco. Los gatos de Split guardan en su piel salvaje caricias de niños jugadores de tabas, mujeres con túnicas hasta los pies, soldados recién llegados de los confines imperiales, esclavos envidiosos de la libertad gatuna, sacerdotes distraídos y es posible que hasta algún cariño del propio Diocleciano, quien no sería raro que tuviera cerca algún felino que le recordara la fiereza indispensable de su cargo.


Split refulge al borde del mar, con la luz mediterránea bañando las piedras del palacio, un óculo por donde entra el cielo, los torreones, las losas milenarias, la esfinge granítica traída de Egipto y el agua que viene de lejos gracias a un acueducto de esos que a los romanos no les costaba nada construir. 

Los gatos de Split transitan entre las sombras de la historia  y bajo el azul luminoso, con la prestancia de saberse herederos de un imperio. Debe ser esa la razón de que nos ignoren, habitantes silenciosos en un lugar del que conocen más de lo que creemos.



 Texto y fotos, Virginia

 Verano 2019

 


domingo, 29 de agosto de 2021

Meta

Cumplió su sueño: vivir en una casa de juguete.



Texto y foto, Virginia
Patio en Jaisalmer

miércoles, 25 de agosto de 2021

Derrota

 


Las ilusiones por encontrar pepitas de oro se desvanecieron, imposible desmenuzarlas ni menos cargarlas. Le costó entender que solo le servirían como contemplación.

Allí encontraron lo poco que quedaba de él y nada de sus sueños.


Texto y foto, Virginia

 

jueves, 19 de agosto de 2021

Arure, La Gomera

 


Unas casitas pegadas a otras, en perpendicular, en paralelo, a un lado, otras más alejadas. En conjunto, me hicieron pensar en las arquitecturas de mi infancia, aquellos bloques de madera con huecos simulados de colores, techos rojos y formas parecidas, excepto los puentes y algunos adornos. Pero aquí la madera solo existía en los ventanillos, las puertas y en las vigas que sostenían los tejados. Nos sorprendió el caserío por sus viviendas de piedra vista, mirando al sur soleado, humildes en una hondonada, casi un pequeño valle antes de entrar en la carretera zigzagueante que lleva al grandioso Valle Gran Rey.



Tan característico es el centro antiguo de Arure que se llamó “Las Casitas” durante mucho tiempo. Y no es de extrañar, pues es el primer concepto que le surge al visitante cuando se enfrenta al acogedor conjunto que bien podría ser de una familia muy numerosa, arracimados sus miembros entre muros, tejados, poyetes, callejoncitos, algún lavadero y un horno.

Fue Arure la capital del municipio durante una larga temporada, antes de que pasara a Valle Gran Rey. En los momentos posteriores a la conquista, con sus huertas feraces y agua en numerosos manantiales, era un lugar deseable, de buen clima, con agricultura y ganadería caprina. Animales saltarines que todavía hoy nos asaltan en un recodo del camino, empericosados en el risco mientras miran con una mezcla de temor e indiferencia, dispuestos a escoletarse en un abrir y cerrar de ojos.


Por encima de Las Casitas, el pequeño embalse de Casanova suplía en épocas calurosas la escasez de lluvia y aún hoy luce su pátina verde entre las vertientes de un barranquillo, mientras al otro lado del caserío, la iglesia de Nuestra Señora de la Salud (con orígenes a mediados del s. XVI y reformada dos siglos después) espera por las fiestas de julio para pasear El Ramo, una tradición muy curiosa que a rajatabla  mantienen los vecinos.



Cada año una familia diferente es la encargada de confeccionarlo, esmerándose en la colocación de frutas, verduras y flores, símbolos del agradecimiento a la generosidad de la tierra. Se pasea luego por el pueblo, acompañado entre el sonido de tambores y chácaras, dos instrumentos imprescindibles en el folklore gomero y de orígenes muy antiguos.

Algo más lejos, el Mirador del Santo se asoma al espléndido paraje de Taguluche, adornado con  farallones y lujuriosos palmerales, barranqueras, taparuchas. Desde el mirador sale un sendero por el que se llega al pueblo, e incluso, más abajo, a tocar el mar en la playa de Guariñén y su insólito pescante, que como un acueducto se levanta en la orilla, desafiante frente a las olas. Se cree que fue este lugar uno de los que dieron acceso –no sin dificultad- a los primeros europeos, en los albores del s.XV.

En una de las casitas de juguete conocimos a una anciana dulce como la miel de palma. Sentada a la puerta, nos habló durante un largo rato, como si fuéramos de su sangre y viviéramos a un paso, con la naturalidad de la gente sana que, sin prejuicios, entabla una conversación con extraños. 

Arure para nosotros ya siempre está enlazado con ella y con “Las Casitas”, un modelo arquitectónico sin alharacas ni brillos, pura sabiduría antigua de la que tan poco aprendemos.


Texto y fotos, Virginia

miércoles, 11 de agosto de 2021

De árbol en árbol


En las huertas de mi niñez había variados árboles frutales y yo me engarapitaba a ellos con la ilusión de estar en una pequeña selva, escondida entre la hojarasca verde y olorosa. El tupido moral, de cuerpo poderoso, los nispereros, las higueras pródigas, el ciruelero de frutos rojos y el de solecitos amarillos, el guayabero, el duraznero grácil que nos permitía alcanzar todas las ramas.

Sin embargo, al peral sanjuanero y al de las peras trigueras no era menester treparlos, las frutas colgaban dadivosas al alcance de mi cuerpo infantil. Teníamos que cruzar el barranco para llegar al terreno donde una vez hubo viñas, higueras, alcachofas, tuneras bordeando el barranco, un pozo a la vera del camino y un lindero con laureles, zarzas y marañuelas. Ahí estaban los perales, esbeltos, de tronco rugoso y hojitas danzarinas, entre surcos de papas, millo y coles.

Solo tenía que alzarme un poco y las peras se desprendían como si estuvieran esperando por una mano acogedora, para cumplir el cometido de deleitarnos un verano más. Ahora que un amigo me ha enviado la imagen con uno de esos árboles cubierto de líquenes, sin hojas, de un siglo largo y cerca ya de su fin, pero aún elegante y firme, recuerdo el gusto jugoso y algo áspero, algunas veces con trocitos bichados o mordidos por lagartos y pájaros. Las pepitas negras aparecían como lágrimas, escondidas en el corazón de un modesto manjar cuyo sabor no he vuelto a probar, ni aunque me esforzara en repetir ahora el ritual de extender mis brazos hacia las ramas cargadas, tomar suavemente alguno de sus dones y sentarme luego a la sombra, sobre la tierra de la que soy parte. Aquel sabor de antaño, tan lejano y sin embargo a flor de piel, me brota al ver este ejemplar soberbio, cargado ya no de frutas, sino de las historias que durante años contempló a su alrededor.

Gracias, Félix, por este majestuoso peral de Las Fuentes.

Texto, Virginia


lunes, 9 de agosto de 2021

Ocurrencia


 

Suceden estas cosas 

cuando el cielo se mete a estudiar Geometría.


Texto y foto, Virginia

sábado, 7 de agosto de 2021

VOCES LIII

 


El espíritu de la golosina mismamente, flaco como un cangallo, las piernas, dos calacimbres, y entullado de ropa hasta el totizo porque siempre andaba con frío. Mi madre decía que en cualquier momento saldría volando. Las manos, encachazadas del poco lavado y las corvas, una pura murra. 

Para unos estaba ido, para otros que no, que era un zorrocloco. Muchas mañanas se echaba en un banco de la plaza, una veces al solajero y otras, debajo del flamboyán, sin importarle las cagadas de tórtolas, mirlos ni gorrioncillos. Jimiriquiaba un poco por si conseguía unas perrillas, y con la misma se alcanzaba al bar de Gregorio pa jincarse una cerveza. 

A media tarde lo veíamos tumbado otra vez, hubiera calor, posma o viento, tanto le daba.


Texto y fotos, Virginia



martes, 3 de agosto de 2021

Görlitz, de película

 

Conocimos este enclave gracias a una amiga alemana que nos llevó en plan sorpresa. Y en verdad resultó un regalo pisar sus calles, bordeadas de edificaciones medievales, góticas, renacentistas, barrocas, neoclásicas. Hace frontera con Polonia, hasta el punto de que dando veinte pasos en el puente sobre el río Neisse, estamos en la ciudad polaca de Zgorzelec. Ambas constituyen un ejemplo de  hermanamiento, se consideran como una sola ciudad (salvando los naturales impedimentos de ser parte de dos naciones) y organizan actos y fiestas conjuntamente.

Görlitz es realmente magnífica, un enclave donde un hálito de épocas pretéritas se pasea por plazas, mansiones, torres e iglesias, sin un elemento que disturbe el ambiente. En los siglos XV y XVI, era un significativo cruce de caminos, confluían la Via Regia -que venía de Compostela- y el trayecto desde Alemania hacia el sur de Europa. Este hecho marcó la ciudad, haciéndola muy próspera, atiborrada de comerciantes y tejedores de lino que fabricaron espléndidas mansiones en el centro que ahora se contempla.


Resulta apasionante la conservación de la ciudad habiendo pasado casi sin daños las dos guerras mundiales, con lo que en la actualidad se cuentan unos 4.000 inmuebles perfectamente preservados. Tal es así, que ha sido usada como plató para películas como El Lector o Gran Hotel Budapest, pues su estado no precisa de ningún aditamento. Lo único que da cierta tristeza es que tiene pocos habitantes, muchos edificios están vacíos y se observa una falta de vida que ojalá no la lleve al abandono y pueda mantenerse tan en forma como la conocimos.


Celebré en Görlitz mi cumpleaños, en un restaurante reservado por nuestra amiga, al calor de una chimenea que propiciaba un ambiente familiar, muy distinto al del frío exterior de finales de diciembre, pocos grados sobre cero. Estábamos en un edificio del centro histórico, una de esos que por hermosura y antigüedad saldrán en alguna película, cerca de una plaza con arcos, y en lo alto, saetas doradas señalando las nubes grises de invierno. Acabada la visita, cogimos nuevamente el tren de vuelta, con tiempo suficiente para observar los detalles de la estación, una de las primeras de Alemania, construida en 1847, de vestíbulo primoroso y absoluta pulcritud.


Hicimos ya tarde el viaje y en las ventanillas veíamos reflejados retazos de la ciudad, sus fachadas exquisitas iluminaban la noche. Leones dorados, escudos de armas, columnas y torreones, fuentes medievales y calles adoquinadas persistían en acompañarnos. Y tanto se esforzaron que, a pesar del tiempo, siguen con nosotros.


Texto y fotos, Virginia