Era mi padre muy amañado para
actividades varias (sería quizás por su infancia como boy-scout) y se ilusionó
en fabricar un sencillo banco de carpintero, con estante para herramientas y, a
un lado, un torniquete rudo pero eficaz, que permitía agarrar tablas y listones
mientras se serruchaban. Aprendí en ese banco repleto de cicatrices, marcas de
pintura, huellas de grasa y agujeros de clavos, a manipular herramientas
vedadas a la mayoría de las niñas de mi época. Junto a mi hermano, lo mismo
hacíamos un juego de banquetas con trocitos sobrantes de madera, que un barco
cuya cubierta estaba acordonada por un hilo fino atado a las punchas que, con
medida precisa –herencia paterna-, poníamos a babor y estribor. No le faltaba una
chimenea redonda, sacada de algún palo viejo de escobillón, o la cabina del
capitán hecha de cualquier otro pedazo que encontráramos.
Surgieron de ese banco mesas
diminutas, aeroplanos, carros con ruedas de lonas viejas, trenes hechos empatando
latas de sardinas, aviones con ventanitas pintadas.
Disponíamos de las herramientas
sin problema, ya fueran martillos, destornilladores, alicates, limas o clavos
de variadas medidas. El serrín caía al suelo, formándose montañitas olorosas que
a veces recogíamos para guardarlas en algún frasco, como un perfume que
elaboráramos sin saberlo. Las punchas que se torcían, había que enderezarlas e
intentar clavarlas nuevamente, sin embargo, los tornillos como eran más caros y
más complicados de ensartar, solo los usábamos muy de vez en cuando, aparte de
que ningún material se podía emplear sin ton ni son.
La norma de dejar las
herramientas en el sitio correcto y la superficie del banco sin rastro del
trabajo, era de cumplimiento inexcusable. Sin embargo, ordenar los restos de
madera, listones, varillas y otros cachos sobrantes, se pasaba por alto, con
tal de que estuvieran más o menos por tamaños, el resto no importaba.
En aquel espacio en el que pudo
haber estado una cocina y un horno en los primitivos orígenes de la casa, a
juzgar por algunas señales en los muros y en el techo, pasamos buenos ratos de
aprendizaje autónomo, con la compañía de algún perenquén, observador impasible
desde las tejas, así como de las arañas que pululaban entre las maderas, en las
esquinas o anidando en las rendijas de la puerta. Una puerta coloreada por
dentro con manchas diversas, donde se daban los últimos brochazos antes de
meter los útiles en una cacharra, para limpiarlos con gasoil. La dicha cacharra
era de leche en polvo Dano (la de la niña con trenzas, esa mismita) de la que
si cogías una cucharada se te quedaba el polvo hecho una pelotilla pegado al
paladar un buen rato sin que te molestara, tan agradable era la sensación.
El banco perdió las patas y la
bandeja inferior por la carcoma del tiempo y de los insectos, pero mantiene
todavía la parte superior en la que, en nuestra iniciación a la noble tarea de
la carpintería, inventamos, clavamos, serruchamos, lijamos. Ingenuos como
criaturas que éramos, los juguetes que hicimos también eran simples, sí, mas
esa simpleza nos apegó a la madera, a sus olores y resinas, a sus vetas y
nudos, a los tirabuzones de virutas o al polvillo del serrín.Algo del alma carnal de la
madera a ratos brinca y salta eufórica por nuestra piel, igual que la savia por
los troncos de tantos árboles que, después de muertos, nos donaron sus cuerpos
inertes para que jugáramos con ellos.
Texto y fotos, Virginia