martes, 26 de febrero de 2019

De mandados por Oporto


                                            


                            



-Y ahora vas a la venta de Seña Angela y le pides dos cabezas de ajos, una manilla de plátanos y un par de estropajos.
Allí iba yo, obediente a realizar el mandado de mi madre, con la cestita adecuada –las tenía ella de todas clases y tamaños-, salía por la portada, pasaba por delante de La Casona y luego al lado de la iglesia; cruzaba la antigua y ya perdida plaza empedrada y en un fisco más de camino estaba en la venta de mostrador raspado con lejía y vetas remarcadas.
Seña Angela era de una lentitud proverbial, daba unos pasos y cogía los plátanos, los pesaba en aquellos artilugios de platillo reluciente y fiel rojo que parecía no iba a pararse nunca. Luego, con andar cansino de anciana, iba a buscar los ajos y aunque el estropajo quedara cerca, retornaba a cogerlo, desprendiéndolo de una ristra con forma de collar y forrados de un papelillo ligero.



Sumaba luego con la tranquilidad de no tener que hacer ninguna otra cosa importante, apuntando unos números grandes e inclinados y revisando la cuenta dos o tres veces. A pesar de su pachorra, era cautivador entrar a comprar algo, y todos esos flecos que cuelgan en mi memoria de aquellos momentos infantiles, flotan puros aún.


Parecidas sensaciones tuve hace poco en Oporto, cuando fui encontrando por las callejuelas de la ciudad (que me hechizó desde que bajé del tren en la vistosa estación de San Bento) con tiendas y pequeños comercios que me recordaron aquellos encargos maternales. 
















Habitáculos con frutas y verduras atendidos por mujeres con delantal y silla en la puerta. Una tienda de botones, miles de botones, más de los que haya visto en cualquier sitio. Un comercio solo para suelas de zapatos, con un mostrador de madera, curtido por manos, monedas, y es posible que hasta por fregondeos de lejía como los de Seña Angela. Otro con variadas clases de piel y cuero. 




























Una familia que regenta una minúscula fábrica donde colocan filamentos a cepillos, escobas, brochas, escobillones, pulidoras. Ventas con estanterías viejas e irregulares, cestas con productos del campo, golosinas en un rincón, despacho de oporto en una mesita. En el mismo centro antiguo, una tienda con calderos de aluminio, sartenes, quinqués, rollos de cuerda, trampas para ratones. Señoras a punto de decirme:

        - Dile a tu madre que me trajeron pescado salado del bueno. Y yo casi por contestarle: - Gracias, se lo diré.

Los mandados de mi niñez los reviví en Oporto, tal cual los hubiera realizado allí de pequeña, cuando solo mi cabeza asomaba por el mostrador y el mundo era tan chico que cabía todo dentro, como las ventas de antes, de esas que aún quedan al borde del Duero.




 Texto y fotos, Virginia



domingo, 24 de febrero de 2019

Lamento



Tantos azules y ninguno es el mar, 


gemía el cautivo.






Texto y foto, Virginia

Hueco en Museo Berardo, Lisboa

jueves, 14 de febrero de 2019


Nunca entendí lo de
 la excepción “confirma” la regla.

Más bien creo que 
la excepción enriquece la regla.



Texto y foto, Virginia

miércoles, 13 de febrero de 2019

Mi Sur




El de las cuevas de tosca y las chapas floridas.
El de las atarjeas con agua y el de las atarjeas sin agua.















El sur de las casitas sencillas al soco del viento, el de los aljibes ahorradores y los muros laboriosos.















El sur de las puertas ambarinas, los goros  de piedra seca y las eras besadas por el viento.




Ese sur al que vuelvo, torno y regreso, solo por caminar por sus barrancos brillantes, sus fuentecillas tímidas, sus lomas festoneadas de huertas.















Ese sur del que no era y soy ahora.




Texto y fotos, Virginia

sábado, 2 de febrero de 2019

Cucú


Mi padre era un inventor curioso.

Un día se le ocurrió cambiar la salida del cucú y el pajarillo cantaba  al empezar un nuevo mes. No sabíamos cómo lo había logrado, lo cierto es que ya todos los meses fueron para nosotros de treinta días. Y así nos iba, faltando al trabajo, al colegio o al médico, la agenda social no coincidía nunca con la nuestra.

Viendo la poca puntualidad familiar en cuestión de fechas, sustituyó el pajarito por un arquero medieval. Sin tener en cuenta las horas, y qué decir de los meses, el hombrecillo nos lanzaba sus flechas simplemente al pasar por debajo. Hasta que al abuelo no le sacó un ojo, mi padre no quiso reconocer el peligro.

Una mañana se levantó más pronto de lo habitual y en lugar del arquero, colocó un tierno delfín que saltaba sobre nuestras cabezas sin ton ni son. Era dijo, un recurso nuevo para recordarnos nuestro origen marino.

Cuando quiso cambiar el objeto de sus inventos, era tarde, su tiempo y el nuestro había terminado. El cucú, apolillado, duerme en la bodega. El arquero, el delfín y el pajarillo sueñan con el tiempo de mi padre.



Texto y foto, Virginia