Aunque Baselitz elabora grandes cabezas de madera, no pude
dejar de pensarlo al ver esta mole a la orilla de la marea, sostenida por un
robusto cuello de tosca, acariciada por la brisa y la sal oceánica. Una cabeza
mirando al horizonte, ese que suele tener algo de azul, y que ahora vemos
negro, por mor de nuestros ínclitos gobernantes.
Y el azul irisado de Monet se transforma en verde y sus
nenúfares son islas de algas y musgos, trocitos de vida sobre la vida acuosa
que se mueven con el soplo del viento, redondas tartas flotando en charcas casi
olvidadas, reductos de mosquillas, larvas, folelés.
Muy cerca, unos sarmientos me llevan a Richter, líneas,
rayones, trazados inconscientes sobre la oscuridad de una cueva. Falta el color
abundante del pintor, pero la fuerza de
estos trazos no precisa de ninguna paleta y aunque sean quebradizos me dan
ganas de construir algo con ellos: un refugio, un techo, una pared, una
urdimbre que me proteja de algo que aún no sé.
Afortunadamente, llega la luz, la que tarda, la que
deseamos, la que marca el sendero que nunca somos capaces de encontrar. La luz,
siempre la luz, objeto de deseo eterno, intangible, leve, ingrávida,
ineludible. La que quisieron atrapar unos y otros, la del arte y la poesía, la
de las religiones y la de los agnósticos. La luz que está y se va, la que
ilumina poco o demasiado. Un polígono de luz en un suelo abandonado, un espacio luminoso que bien podría ser de Bruce
Nauman.
Y a unos pasos, muy poco, un montaje más de la pródiga
naturaleza, un golpe de efecto entre basuras, jallos, bolsas plásticas, piedras
con asfalto. Un montículo de piedras del Land Art, una sorpresa de lava y
flores en medio del caos, un paréntesis de paz al borde del desastre.
Fotos y texto, Virgi