jueves, 27 de agosto de 2009
La arboleda
Caminaba en el bosque. Los troncos, altos y delgados, parecían de chopos, pero no era aquél, lugar para ellos. Las escasas hojas que se mantenían en las ramas le susurraron indescifrables melodías, mientras otras se deshacían bajo sus pasos. No sabía adonde iba, ni el porqué de su camino. Pero allí, entre los árboles, se sentía cómodo.
Recordaba la planicie de su vida, sin colinas, sin matorrales, sin arroyos ni altozanos desde donde ver otras miradas. Una estepa infinita, donde el día agostaba su existencia y la noche lo cubría de espantos.
Se había despertado esa madrugada y se asomó a ver las constelaciones. Era uno de sus alimentos: las estrellas y sus nombres, las nebulosas y los cúmulos, las perseidas y las gigantes enanas.
Cogió un abrigo y salió a la noche. Así fue como se encontró caminando entre los árboles. Hasta que amaneció y el bosque era inmenso, igual a la tristeza de su vida. Caminar en la noche frondosa le resultaba definitivo, algo atávico que no podía ni quería controlar. Entre los troncos se sentía seguro, sereno, en paz.
Las cortezas emanaron un ligero efluvio, el suelo chasqueó a su paso y únicamente extrañó el titilar celeste. Tropezó con ramas, apartándolas sin temor. Sentía que el bosque le pertenecía de siempre, que los árboles eran su familia, que podría confiar en ellos, que lo protegerían, que le darían el amor que nunca tuvo. Fue de este modo como lo encontré, abrazado a un árbol y con las extremidades enroscadas a un tronco. Del torso nacían brotes nuevos y por su piel se paseaban bichos minúsculos, arañas y lentos escarabajos. Le adiviné una sonrisa sosegada. En sus ojos aún se reflejaba el brillo de las estrellas.
Obra de Piet Mondrian, "Boslandschap", 1900
Colección Haags Gemeentemuseum
La Haya
lunes, 24 de agosto de 2009
Una puerta
Un hueco en la puerta.
Los colores abarrotan la entrada.
Y el hueco es negro, sí.
¿Adónde nos lleva?
¿Es sombra? ¿O nada?
Fuera, el sol ilumina las telas, la puerta brilla.
¿Y dentro?
¿No hay nadie?
¿No hay vida?
La vida discurre en la calle, con la luz.
Dentro nada.
Vacío negro oscuro.
¿Somos como esta puerta?
Dentro, vacío.
Fuera, luz, color.
Nuevamente, la luz y los colores llaman a mi puerta. He dejado el pequeño muelle del Egeo, las olas del niño con sus esquifes, la lluvia tormentosa y los cabellos de fuego de una joven enamorada.
He de indagar de qué color es el vacío y si la vida en la calle es tan cierta como parece. Aún no sé si estoy dentro o fuera. ¿O es que son sólo adverbios de lugar que nada significan?
A un paso, la biblioteca de Adriano.
sábado, 15 de agosto de 2009
La joven del pelo rojo
La encuentra cada día en la Academia Colarossi. El pelo le brilla al sol de la mañana como una fragua al rojo vivo. Es una muchacha, poco más que una adolescente, pero en su manera de andar y en sus ojos como almendras azules, se adivina una seguridad que lo hipnotiza.
Unos días lleva el pelo recogido, otras en una fecunda trenza a la espalda, también suelto, melena de león al viento en los puentes de París.
La imagina en una bañera de patas de bronce. Y de su pelo, cae una lluvia de gotas, rojas también. El agua se torna como la sangre. Pero la mujer luce una blancura de fruta recién pelada.
La ve en una roca de basalto negro. Y el pelo cubre sus hermosas líneas, desnudas sobre la piel de piedra.
La contempla un instante bajo la marquesina de una tienda. Y los mechones del cabello, ahora polvo de ladrillos romanos, la envuelven de la cabeza a los pies.
La piensa entre sus brazos, mientras su cabellera se desparrama por los bordes del sillón. Ella sonríe, lejana e inaccesible, y sus dientes son también rojos. Hasta cuando sueña que la besa, expande una luz como de incendio, de fuego entre los dientes de fresa.
Quiere pintarla, necesita trazar sobre un lienzo el mapa de su cuerpo.
Una tarde, mientras espera el momento en que aparezca, para leer, en la distancia que los separa, una nueva imagen, festoneada por la iridiscencia arrebatada de su pelo, la muchacha cruza la calle y se acerca hasta él. Lo mira, tranquila, parsimoniosamente. Las comisuras de sus labios parece que se alargan un poco. Él deja el periódico sobre la mesa, se levanta, la enlaza por la cintura y se alejan abrazados. Por los puentes de París, van soñando con bañeras de patas de bronce, rocas al borde del mar, sofás aterciopelados.
Aún no saben que los incendios serán reales.
Autorretrato de Jeanne Hébuterne (1916), compañera y musa de Amedeo Modigliani.
Se suicidó después de la muerte del pintor. Él la pintó en una veintena de cuadros.
Museo Thyssen Bornemisza (Modigliani y su tiempo)
Association des Amis du Petit Palais, Ginebra
(dedicado a Carmen Pascual y su blog fértil y generoso)
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