Ese era todo el paisaje que veía cada día. Imágenes borrosas a través de un viejo cristal. Quizá idéntico a cuando se contemplaba a si mismo, figuras confusas, contornos sin definir.
El tiempo que llevaba mirando hacia fuera era igual que el que había pasado indagando en el interior. Al final de su vida, nada le llamaba la atención, los recuerdos eran trozos inconexos, algunos más coloreados que otros, pero sin urdimbre entre ellos.
Cuando la lluvia batía contra los cristales, formando con las gotas un caleidoscopio mágico y cambiante, deslizaba las yemas de los dedos sobre el vaho de su aliento, y le parecía que aún tenía algunas posibilidades, algunas ideas que llevar a cabo.
Cuatro paredes, una ventana, unos rayos de luz al ocaso refulgiendo en el tapiz que colgaba de la pared. En esos momentos, el ámbar iluminaba y doraba la estancia. No más, unos momentos de ensueño, gracias al atardecer, al cristal y al sol.
Si llovía, jugaba a las combinaciones de formas y colores en los cristales. Si lucía el sol, esperaba el momento mágico de la tarde.
Una ventana translúcida, la luz del sol, la lluvia. Cruzando el río, un pueblo, tejados rojos, tal vez nubes. Retazos de un mundo al que nunca más quiso volver.
Fotos, Virgi
Meissen, enero 10