sábado, 28 de noviembre de 2020

Refugio

 


Un cañizo, un toldo, un parapeto, una pared, una sábana desteñida, un fular como el arco iris. Algo que nos proteja del fuego celeste.

Quizás una vela surcando el mar.

Una toquilla que cubra nuestras cenizas, mientras el incendio arrasa incluso con el hielo.



Texto y foto, Virginia

 


lunes, 23 de noviembre de 2020

Petulancia

 

Vanidoso, el gallo alegó con enjundia que el 

primer huevo había sido cosa de uno de sus 

congéneres.



Fin. No habrá más disquisiciones acerca de 

este asunto.




Texto y foto, Virginia

sábado, 21 de noviembre de 2020

Las Fuentes (Guía de Isora)

 

La primera vez que visité Las Fuentes fue a mediados de los noventa. Salimos de Vera de Erques, pasando por la evocadora casa de Montiel con lavaderos, aljibe, horno y una era cariñosa bajo la ventana que mira al poniente. Atravesamos luego tierras baldías hasta llegar al barranco de Cuéscaro, y en nada, al de Los Morales, sombrío y de abundante vegetación, incluso creo recordar un cedro cuyas ramas nos acariciaron al pasar. Algo más tarde se abandona el cauce para ir subiendo sin que se vislumbre nada de lo que nos espera.



He ido luego varias veces, tanto por este camino, como por Acojeja, así como por la pista que sale de Tejina, y siempre me sorprende este lugar. Dormido, casi intacto, se nos ofrece primero llano, como un natero o una vega bien organizada, con senderos estrechos y muros marcando huertas y gochos donde hace un par de siglos se plantaba y se recogía en abundancia, tanto, que fue reconocido como el granero o la despensa de Isora. Alguna casa grande de varias estancias se encuentra al llegar, cerca del camino principal que va dejando lo llano y asciende hasta Boca de Tauce, tan tranquilo él sin saber que el Teide lo espera. Una llave al paso y su tanquillita para que el líquido no se desperdicie, igual que los chorros donde la gente de antes acudía a recogerla, como el de la Cimbre, en mi infancia del norte.





Precisamente el nombre de Las Fuentes se debe a los numerosos manantiales que salpicaban la zona, aportando suficiente agua para sus habitantes, así como para otros barrios de Guía. Esa excelencia natural propició la agricultura y la ganadería, con huertas y considerables rebaños de cabras. Familias numerosas que vivían de las bondades de la tierra, aunque con los sacrificios propios de los tiempos, crecieron entre los muros que ahora contemplamos, recios, firmes, tanto unas como otros.


El camino sube sobre una osamenta de roca, una columna vertebral que sustenta otras casas más modestas, pero sólidas, de  los fuenteros que prefirieron levantarlas en sitios que no ocuparan tierras de sembrar. De piedra seca, con patios y geranios abandonados que crecen entre pencas y algún almendrero. Las puertas miran a esos patios donde una vez creció la vida y había chiquillos y perros, ancianos en los muretes al sol de la tarde, quizás unos calderos secándose, unas flores en cacharros viejos, una cruz en un hueco de tosca o marcada sobre el dintel.


Por otras veredas se encuentra una charca, alguna otra era, paredes ocres acompañadas de vides retorcidas, hornos de pan y de tejas, un peral orgulloso de su edad y ramaje, higueras, moreras, durazneros. La Montaña de Tejina es una madre sensual que vigila el caserío, guardando en la piel volcánica historias de guanches y veleros en lontananza, cuando Las Fuentes no era aún despensa organizada pero sí lugar habitado en cuevas y riscos, de lo que quedan rastros que solo conocen unos pocos. La montaña es un hito en esa zona, un referente coronado por la ermita de San José, a la que por cierto, nunca he subido por más que lo he planeado. Creo que el santo solo tiene que alongar un fisco su cara barbuda para ver los tejados, las veredas, las huertas de jable, los barrancos profundos, las cuevas frescas que guardan el vino y la fruta veraniega.


En el horizonte, La Gomera, tan cerca, nos guiña un ojo de verde laurisilva, consciente de que pocos lugares son tan hermosos como éste de Las Fuentes.


Texto y fotos, Virginia

 

 

 

martes, 17 de noviembre de 2020

Sin milagro


"Hágase la luz", dijo alguien.

La luz no se hizo y aún seguimos en la oscuridad.


Texto y foto, Virginia

domingo, 15 de noviembre de 2020

Cine y colorines (2)

 


A la salida del cine, cuando ya solo me quedaba medio duro, aún podía hacer algunos malabarismos. Unas melcorchas, un chicle Bazooka, quizás unas regalías en el carrito de Pancho o en el de Nélida y para acabar, un colorín en el estanco  Morales.

Los carritos eran pequeños pero contenían golosinas atractivas, también chochos, caramelos, cigarrillos, pastillas de menta. Dos ruedas, unas asas para transportarlo, un tejadillo minúsculo y dos cristales que se abrían a un abanico de formas, colores y azúcares.

El momento de los colorines también tenía su emoción, debía rebuscar entre varios pues el presupuesto no daba para  todos lo que hubiera querido. Carmen Rosa, la empleada cariñosa que nos conocía de siempre, me entregaba un montón para que escogiera mis preferidos. Como me encantaban las Vidas Ilustres y Vidas de Santos, se me iba la vista a Edison, Demóstenes, Santa Cecilia, Santa Rosa de Lima o San Vicente de Paúl. Otras veces eran Pulgarcito, Mortadelo, El Jabato o El Capitán Trueno. Esos colorines, más los cuentos y libros que nos regalaban en casa, fomentaron grandemente mi afición posterior a la lectura.


Con un colorín bajo el brazo y masticando un Bazooka de pompas inmensas que había que ir amorosando con sabiduría entre labios, lengua y dientes, hasta sacar un globo que nos cubría media cara, dábamos varias vueltas a la plaza, un entretenimiento dominguero que hacíamos como quien va a las carreras de Ascot. 

¡Ah, y aquellos Bazooka, envueltos en papelillos con chistes que coleccionábamos e intercambiábamos con los amigos! Y digo amigos, porque de pequeña casi todos los vecinos eran niños, así que jugaba a ratos con ellos a gongo, la pelota, la guerra o la patineta.

Al cine, no, al cine iba sola y a veces con mi hermano cuando ya él creció algo más. Y a buscar colorines también iba sola, a enfrascarme en las imágenes que aunque ya no se movían como en la pantalla, me hacían crecer, aprender y deleitarme con la ilusión y la ingenuidad que nos adorna la infancia, ese tiempo al que siempre se regresa, como bien sabemos. Y mientras el domingo de cine y colorines daba paso al lunes, el chicle se guardaba en un vaso con agua para aprovecharlo al día siguiente, un recurso infalible para estirar tanto sus pompas como la sensación de que podíamos alargar igualmente el dinero que nos había costado.



El cine y los colorines se incrustaron en aquellas tardes domingueras y salen a la luz sin invitarlos. Vuelan en mis recuerdos como mariposas,  luciérnagas, saltamontes y mariquitas, portando cientos de imágenes mágicas que, a su antojo, van y vienen conmigo sorprendiendo a la niña que ya no soy.


Texto y fotos, Virginia (excepto la de la Plaza de La Estación, sacada de la red)

martes, 10 de noviembre de 2020

Cine y Colorines (I)

 


Con ocho o nueve años ya iba sola al cine. Los domingos por la tardes subía desde Santa Catalina hasta La Estación, bien dispuesta, con una rebequita por si hacía frío y un duro en el monedero.

-       _Una entrada, don Máximo. Y el taquillero, reconocido maestro, pintor, diseñador de la alfombra principal del Corpus, ilustrador de libros de texto y sobre todo, un alma generosa que se ocupó de que los sordomudos de los contornos aprendieran a leer y escribir, me entregaba la entrada con su sonrisa de hombre apuesto, educado y paciente.

El local era inmenso a mis ojos infantiles. Las butacas de madera, que me parecían centenares, se estremecían al bajar el asiento, y el foco de luz era un cono luminoso que daban ganas de agarrarlo y recorrer su luz de punta a cabo, para flotar entre nubes de humo, alguna mosca y bichitos minúsculos.

Allí salía el inefable Cantinflas, las praderas americanas de indios, bisontes, forajidos y sherifs, las lianas de Tarzán, Simbad atravesando los mares, los dramas españoles, Marisol y un rayo de luz.

Ir al cine los domingos por la tarde era un gozo. Con su ritual de risas, gamberros que molestaban al acomodador, frases del público a favor o en contra de la trama, el ruido de la lluvia sobre el tejado, allá arriba tan lejos, tanto, el descanso ineludible para cambiar la bobina y los ronquidos de algún borrachín que se quedaba dormido en un intre.

El Cine Capitol ostentaba un lujo importante. Dos escalinatas amplias con pasamanos de madera pulida, unos cortinajes rojizos que cerraban al empezar la cinta y otros oscuros a los lados del escenario. El NO-DO antes de la película era obligatorio, un medio más del franquismo para mentalizarnos de sus méritos. Desfiles, presas gigantescas, inauguraciones, procesiones importantes, grandes del fútbol y los toros.

Los tráilers nos insuflaban las ganas de empatar un domingo con otro, solo por las dos horas de magia. Cuando empezamos a asistir  a Catecismo en la iglesia de Santa Catalina, por fortuna nos dejaban salir un poco antes para llegar con tiempo a ese disfrute semanal. Las películas tenían una numeración, si eran del 2, para todos los públicos, y con un 3, solo para mayores. Cuando se pasaban de rosca, a juicio de los censores de la época, llegaban al 3R, mayores con Reparo. Reparo al que no sé si los porteros  le ponían mucho interés, pues una vez pude ver Una gata sobre el tejado de zinc, que era casi del 4, calificación imposible de comprender para la niña que fui. Incomprensión por la numeración e incomprensión por la trama de esa y otras películas No Aptas para menores que ponían a las 4 como si fueran de Popeye.

El cine, ¡ah, el cine! con su poder evocador nos lleva y nos trae como barquillas entre las olas, solo pendientes de que el final sea feliz, los enamorados se encuentren, a los indios no los maten y capturen a los malos.

Cosas todas que no siempre suceden en la vida real.

 


 Texto y fotos, Virginia

domingo, 8 de noviembre de 2020

Secuencias

 


Con todo preparado se dispuso a esperar,

un golpe sería suficiente.


Ni un grito en el mediodía rojo.


Extraño fetiche,

solo se llevó el retrato de la boda.


 



 Texto y foto, Virginia

 

 

martes, 3 de noviembre de 2020

VOCES XLVIII


 

¡Jurria diay, muchás, no seas macharengo, que esconchas el lebrillo y tengo una tonga de cacharros por fregar!




Si no fueras tan merdellón ni jeringaras tanto, otro gallo nos cantaría, pero no quieres sino la papita suave, te embostas como un tajul y luego te enralas con los golfiantes de la calle. Después vienes relajiento perdido, haciéndome morisquetas y carantoñas, qué ganas de botarte a la marea con un buen pandullo!





 


Texto y fotos, Virginia