Desde las calles y plazas, polvorientas al sol,
divisábamos la montaña. Se veía
lujuriosa de vegetación, un biotopo ideal para pasear, quizá como en el
terciario. Allá nos fuimos un día, entre los rayos del alba, soñando con un
riachuelo rumoroso que festoneara de cristal el bosque de las quimeras.
Según se ascendía, el verdor iba desapareciendo
y descubríamos la tierra cubierta de secos matorrales. Algunos hierbajos
voladores nos azotaban las piernas, bichos esqueléticos subían entre las áridas
cortezas y unos pocos cactus, lánguidos y delgadísimos, se alzaban entre los
pedruscos.
Al coronar la cima contemplamos, absortos, como
el pueblo era ahora un lugar cubierto de árboles, con hojas relucientes encandilando las
pupilas infantiles, incapaces de comprender aún la diferencia entre los sueños
y la realidad.
Deseosos de trepar a los árboles de nuestros
deseos, bajamos en un vuelo. Allí seguía el pueblo en el mediodía ardiente, y
arriba, en la montaña, de nuevo el fulgor de las hojas tornaba a reclamarnos con su aleteo embaucador.
Texto y foto, Virgi