domingo, 18 de junio de 2017

VOCES XXIV




Lo veíamos con frecuencia apalancado en el quicio de la puerta, alabancioso y echón con el que pasaba, pues con tal de conquistarse a los clientes, no se andaba con chiquitas. Era un viga el hombre, con los ojos vidrientos y a veces hasta velillo, sobre todo cuando andaba metido en conversaciones que no fueran las de su venta o las cosas del barrio.
Vendía sifones (de aquellos que había que devolver la botella), lonas, jabones Lagarto, cigarros sueltos, aceitunas al peso, y un vinote medio aguachirre, con unos pocos de chochos pa’ condutar. Si le daba la venada, igual nos regalaba unos manises ya viejos, fríos y duros que daba miedo. Un punto zorrocloco, detrás del mostrador bien restregado de lejía y dispuesto a pagarnos una poquedad por cualquier pequeño acarreto que le hiciéramos, ganas nos daban de darle un variscacillo apenas, de la rabia que le teníamos. Un día cogió tremendo airón y abrió la venta con las bembas hinchadas a más no poder, bien nos reímos, se le viraron las tornas en esos días que le duró la hinchazón, el jocico parecía de un cochino empinado. Lo veíamos abobancado, como si el negocio fuera ahora un enjergo duro de llevar. Pero no le duró mucho, le rezaron por si era maldiojo, le dieron unas agüitas de llantén con pasote y se le pasó el mal trago.




Texto y foto, Virgi