Lo veíamos con frecuencia apalancado en el quicio de la
puerta, alabancioso y echón con el que pasaba, pues con tal de conquistarse a
los clientes, no se andaba con chiquitas. Era un viga el hombre, con los ojos
vidrientos y a veces hasta velillo, sobre todo cuando andaba metido en
conversaciones que no fueran las de su venta o las cosas del barrio.
Vendía sifones (de aquellos que había que devolver la botella),
lonas, jabones Lagarto, cigarros sueltos, aceitunas al peso, y un vinote medio
aguachirre, con unos pocos de chochos pa’ condutar. Si le daba la venada, igual
nos regalaba unos manises ya viejos, fríos y duros que daba miedo. Un punto zorrocloco,
detrás del mostrador bien restregado de lejía y dispuesto a pagarnos una
poquedad por cualquier pequeño acarreto que le hiciéramos, ganas nos daban de
darle un variscacillo apenas, de la rabia que le teníamos. Un día cogió
tremendo airón y abrió la venta con las bembas hinchadas a más no poder, bien
nos reímos, se le viraron las tornas en esos días que le duró la hinchazón, el
jocico parecía de un cochino empinado. Lo veíamos abobancado, como si el
negocio fuera ahora un enjergo duro de llevar. Pero no le duró mucho, le
rezaron por si era maldiojo, le dieron unas agüitas de llantén con pasote y se
le pasó el mal trago.
Texto y foto, Virgi