domingo, 25 de marzo de 2018

Las Eras del Volcán

Me enteré hace muy poco que existían en El Tanque las llamadas Eras del Volcán. Como nunca lo había oído y tengo predilección por ellas, me puse a localizarlas. Nada más fácil, pegaditas a una calle del Barrio Nuevo, pero a un nivel más bajo, existen seis eras, seis. Sí, un ejemplo que no hemos de ver en ningún otro sitio y allí están, olvidadas de la mano de Dios, con basura al lado, matorrales, una sombrilla herrumbrenta, pedazos de tubos y trozos de platos, latas oxidadas, hierbas, brezos creciendo felices sin que nada les estorbe.

Un trabajo de nuestros ascendientes, en una zona donde hubo numerosos campos de cereal, ahí construyeron  esos círculos serenos, perfectamente empedrados, con radios y centros bien marcados. Círculos que me llevan invariablemente a una sabiduría ancestral, a un conocimiento equilibrado de la naturaleza y sus reglas, a un comportamiento social que ya nos va quedando lejos.

Justo encima de las piedras volcánicas, plantificaron muros, pasillos, elevaciones, eras grandes y eras medianas, todas a diferentes alturas. Para no desaprovechar las tierras de cultivo, las hicieron sobre el malpaís que regaló la explosión del volcán Trebejo (1706). 
Más de un siglo y más de dos tendrán estas eras que, silenciosas y resignadas, esperan por algo, por alguien que las saque del olvido. Yo me pregunto ¿cómo un tesoro etnográfico de este calibre se encuentra con tal grado de abandono? Ni un cartel explicativo, ni una señal que prohíba la basura, ni un reconocimiento a la labor de nuestros antepasados. Estoy segura que ellos las miran desde algún lugar más cercano del que creemos y no consiguen entender tanta desidia.




Los líquenes entre las junturas hablan del tiempo pasado, las piedras de la circunferencia nos dicen de ahínco y empeño, los muros reforzados cuentan de ingeniería popular, la laja levemente elevada en el centro canta sin que la queramos oír.
Ahí están Las Eras del Volcán, esperando una mano generosa, una decisión drástica, una memoria inexcusable, un trabajo amoroso. Algo que las ponga en el lugar que merecen, no en el geográfico, que ya son espléndidas sobre la lava, sino en el puesto que nuestra historia de isleños sacrificados merece.










Texto y fotos, Virgi

25 marzo 2018

jueves, 22 de marzo de 2018

Quiebros III


Remedios del Carmen Menéndez, matemática


Llovía sin tregua desde hacía dos días y Remedios del Carmen, atisbaba por la ventana de la sala la verticalidad de las gotas, deseando que de una vez acabara la maldita tormenta que le impedía realizar las gestiones pendientes. La más importante era confirmar el estado de sus cuentas, pues aunque bastante cuantiosas, a ella siempre le parecían estar a punto del naufragio.
Sentada junto a la ventana, veía los gruesos goterones deslizarse por los cristales, creando entre ellos unos caminitos con los que se entretenía de pequeña; era un juego siempre igual y siempre distinto, pues las sendas del agua nunca eran como las anteriores y ella, una ya espabilada chiquilla con ocho o nueve años, se iba formando toda una teoría acerca de las variadas posibilidades que emergían de esos cruces de senderos en un pequeño rectángulo transparente.

En aquel reducido espacio, Remedios del Carmen supo de combinaciones y permutaciones sin que nadie se lo explicara y allí se entretenía largo rato, absorta en los sutiles juegos de las gotas. Razonaba acerca de la gravedad sin conocerla, de la intensidad o debilidad de la lluvia, de los diferentes obstáculos del agua al tropezarse con minúsculas rugosidades y los caminos alternativos que había de seguir hasta el alfeizar de la ventana y luego hasta la calle.
Todos esos razonamientos le sirvieron para entender más tarde –en su etapa de colegiala brillante y luego, profesora competente- muchos planteamientos lógicos, las leyes de Mendel, las ondas de la luz y hasta parte de la tabla periódica.

Pero ahora sus logros quedaban atrás, los estudios sobre fractales, las investigaciones sobre álgebra, sus éxitos como universitaria. Ahora su mayor preocupación era tener al día su saldo y que ninguno de sus descendientes jugara con él a los juegos matemáticos con que ella se entretuvo de pequeña y de mayor. Con aquella afición que luego derivó en estudios serios, no iba a darles pie a sus hijos y nietos a que hicieran variaciones, combinaciones o permutaciones a costa del caudal económico que la vida le había deparado. Una cosa era la lluvia tras el cristal y otra muy distinta las cuentas del banco.

Entre unas y otras cavilaciones, la tormenta al fin fue amainando, y nuestra mujer salió a la calle, henchida de agua de lado a lado y con las gárgolas manando sobre las aceras.
Justo en el cruce de una calle, allí donde alguna vez se había entretenido contando las paralelas y los ángulos en paredes y de baldosas, resbaló, en una combinación de desequilibrio y derrape, una variación en su metódica vida, una permutación inesperada.

Sus pensamientos económicos rodaron por el suelo y se encharcaron de agua, lodo y sangre. La chequera voló por los aires, el bolso fue arrastrado hasta la cuneta y a partir de ahí, Remedios del Carmen Menéndez ya sólo pudo manipular las ruedas de su silla, donde los radios intentaban contarle la magia del número Pi y las gotas de lluvia, patinadoras sobre la cristalera del comedor colectivo, seguían jugando a las matemáticas.




jueves, 15 de marzo de 2018

Don Manuel Herrera, un guanche



Después de tres décadas largas, volvimos al Barranco de Juan López, allí donde habíamos encontrado a un personaje auténtico y especial,  en su casita de cantos rojos sombreada por un par de palmeras. Gracias  a la admiración que le profesaba el amigo Ángel Guanche, pudimos conocerlo.


Don Manuel Herrera en ese tiempo era un hombre alto, enjuto, conversador conciso, que se alimentaba con papas, cebollas y un poco de pescado salado, así como leche y galletas para desayunar y cenar, todo muy espartano a sus ochenta y dos años.
Vivía solo en aquel vallecito luminoso, cortado al medio por un soberbio barranco, de paredes verticales que se vislumbraban desde su casa, y desde donde también se veía La Gomera, flotando entre el mar y las nubes, azul, gris, oscura en la lejanía.



Con una ligereza tremenda, subía unas lomas y luego se dejaba caer de huerta en huerta, para demostrarnos su habilidad con la lanza. Así nos llevó cerca de La Fortaleza de Masca, para que viéramos las pruebas fehacientes de sus antepasados, los guanches. Unos guanches a los que mostraba gran respeto y así fué como nos indicó la llamada “quesera” y la cueva cercana que, según sus palabras, contuvo   numerosos restos. Imponía oír sus cuentos acerca de un mapa enorme que le habían robado, “tan grande, que estirado en la era, se la cogía casi toda”, o del recuerdo que tenía de sus ascendientes, pobladores de un lugar enriscado donde “ni la Guardia Civil se atrevía a venir porque para nosotros eran como los conquistadores”. 


En algún momento de su vida fue a Cuba y también visitó Nueva York, sobre la que se hacía una buena reflexión, asombrado de los rascacielos: “¿Y esta gente, de dónde saca la comida?”. Y otra acerca del poder económico: “Allí estaba todo el oro del mundo”.
Bajaba de cuando en cuando a Buenavista, donde tenía una hija, pero “a mí lo que me gusta es esto aquí”.
Atardecía y nos llevó a una cueva cercana: “Es que mi casa está mal tráida, en la cueva con unos junquillos pueden dormir mejor”.
Don Manuel Herrera ya no está, pero al entrar en su casa  -ahora abandonada- y descender hasta el cauce del barranco, donde los sauces tapan el agua y solo se oye el rumor entre las piedras, la atmósfera del lugar nos traía su apostura, sencillez y pensamientos. 
Las magarzas, los relinchones, las lavándulas, las gamonas, los espléndidos cerrajones, parecían saludarnos de parte suya. Así nos lo tomamos, como una evocación de un personaje admirable, sano de cuerpo y mente, dispuesto a enseñarnos que la vida es más de lo que creemos y menos de lo que añoramos.



Texto y fotos, Virgi, excepto las de blanco y negro, de Ángel Guanche.

Marzo 2018

Simplicidad


La vida es mejor sin complicaciones.




Texto y foto, Virgi

Ilimitada

Era esta una mujer convencida de sus capacidades. Quiso pilotar avionetas y allá iba, cruzando el cielo. Le dio luego por el tango y pocas había que bailaran con su ritmo. Así las cosas, decidió pintar fachadas, le atraían los colores y la pastosidad del material; no le costó nada meterse en un arnés y colgarse de los edificios más grandes de la ciudad. 

Cansada de las alturas, se dejó convencer por la oscuridad de las grutas volcánicas y bajaba a las profundidades con la naturalidad de quien lo ha hecho siempre, buscando fuentes y manantiales subterráneos que le fascinaban desde niña. Tiempo después, retomó los estudios de chino, largándose una temporada a no sé qué ciudad donde practicó el idioma con la misma voluntad con la que hacía todo. Allí se enamoró de un ciclista ucraniano, con el que fue a recorrer Mongolia como si tal cosa.

Reluciente de vida, a la vuelta abrió una librería dedicada solo a cómics (una de sus aficiones irrenunciables) y alternaba esa actividad con ensayar en un coro, visitar ancianos, nadar una hora al día y recibir clases de teatro japonés.

La encontré en la manifestación, tan llena de proyectos y de vivencias, que me pareció un ejemplo delicioso para un ocho de marzo.

Y para cualquier día de cualquier año.



Texto y foto, Virgi

Para Tecla, siempre en mi recuerdo.

miércoles, 14 de marzo de 2018

Esfuerzo


Mantener el equilibro no es tarea menor, sobre todo 
si hemos de atravesar la existencia.



Texto y foto, Virgi