miércoles, 30 de septiembre de 2009

Un gorrión




Entre las columnas milenarias de Seti I, volaban los gorriones. Caía la tarde sobre Karnak y el ámbar doraba los cartuchos y los signos egipcios. Tan pequeños como la palma de mi mano, desplazándose entre los inmensos capiteles papiriformes, saltarines y vivarachos, le daban una vida sencilla y tierna a aquel espacio magnífico.

Paseando por patios, salas y templos, alcancé a ver una persona, que, envuelta en una túnica blanca, se sentaba debajo de un friso.
Su piel, negra, brillante, contrastaba con la blancura que lo cubría casi por completo. Permanecía impávido, estatua nubia vestida de luz. Una y otra vez volví sobre mis pasos hechizada por el momento. Nada. Ni un movimiento, ni un parpadeo, ni un gesto. Parecía cumplir un cometido ancestral, una misión ajena e incomprensible a los visitantes, e incluso, hasta para él mismo.

Quería quedarme en Karnak unos días, así que volví varias veces al templo, siempre deslumbrante y poderoso. Y cada vez, la estatua blanca y negra estaba en el mismo lugar, majestuosa en su sencillez.
El día antes de irme, volví al templo y me acerqué hasta el misterioso hombre de la túnica. En su regazo mantenía algunas migas de pan, unos granos de alpiste y unas hierbas que no identifiqué. Me miró profundamente y con sus ojos, guió los míos hasta la pared de enfrente.
Allí encontré el objeto de su dedicación: un gorrioncillo había anidado en un hueco, indiferente a la historia, al tiempo, al arte. Feliz e inalcanzable, se había adueñado, como un auténtico faraón, de un trozo del templo.


martes, 22 de septiembre de 2009

Lamento de un violonchelo




Como un lamento.
Como un gemido entrecortado, su voz.
Y las notas del violonchelo parcheando el dolor.
No se oía en la sala ningún ruido, sólo la voz de su alma y el sonido grave del instrumento.
Era delgada, rubia y sonriente, y cuando tocaba, se fundía con la madera, con las cuerdas, con el arco. Veías una cascada de pelo sobre el chelo y un sonido de llanto que le salía del pecho.
Así tocó un rato. Y me transformó el mundo. Comencé a seguirla donde tocase. No tenía yo problemas económicos y el tiempo me sobraba.
Me sentaba en el centro de la primera fila y sentía como vibraba para mí.
Cuando su figura delicada emergía sobre el escenario, nada existía alrededor.
Los quejidos guturales que acompañaban sus manos, desplazándose por el puente, me trasladaban a lugares ignotos, sentimientos ancestrales, cuando la humanidad lloraba frente a la vida. Me parecía un ser lleno de todos los seres que hemos sido, la aleación imposible del tiempo y el espíritu. Venido de otro lugar, de otro espacio. La veía levitar, quizá como un ángel.

Una noche, en un auditorio a rebosar, me guiñó un ojo, sonriéndome. Ya no pude oírla, ni ver sus dedos presionando las cuerdas. La percibí tan terrenal, tan capaz de amar y odiar, de dormir y comer, de bostezar o ir de compras, que me levanté de la butaca y me fui corriendo.
No he vuelto a oírla, no sé nada de sus manos, ni de su cabellera acariciando la curva de la madera.
Tampoco del manantial de su voz atemporal entrando en mi vida.
Ya no oigo música, ni acudo a conciertos. Me quedé enzarzado entre los lamentos del ángel que tocaba el violonchelo para mí.




(Por Sol Gabetta y su solo de violonchelo, estremecedor)

Dama sentada frente al virginal (detalle)
Jan Vermeer, 1674
National Gallery, Londres

martes, 15 de septiembre de 2009

Niño de incógnito




Se asomó el niño a la vida y dijo:
-¡Uf! No sé cómo hacer para andar por ella.

Regresó al lugar secreto, entre sábanas tendidas en un rincón.
Allí tenía la casa, cortinajes y almohadones bordeando patas de sillas.

Se durmió.
Alongándose nuevamente, pensó:
-Mejor salgo, pero voy escondido.
Caminaba con las manos a la espalda, sumergido en un tapiz de sombras,
con la sonrisa del sabio y la serenidad de la infancia.
Le caía el pelo a los lados, lacio y leve.
El contorno del cuerpo se confundía entre la penumbra.

Aureolado de alegría, iba entre la gente y de cada persona cogía algo: una palabra, un gesto, una mirada, un movimiento, una mueca, la huella del cansancio o de la tristeza, el parpadeo de la duda. Paseaba por la vida sin haberlo aprendido y con la limpieza de su alma, que le salía por la piel tibia y virgen.

Así anduvo. También pasó a mi lado, sin verlo.


Dibujo de B. P. , 7 años

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Leer, leer, leer (5)




“Por entonces había encontrado el café Gluck, que poco a poco se convirtió en su taller, en su cuartel general, en su puesto de trabajo, en su mundo. Solitario como un astrónomo que en su observatorio contempla cada noche, por la diminuta abertura de su telescopio, las miríadas de estrellas, sus misteriosas evoluciones, su cambiante confusión, cómo desaparecen y vuelven a encenderse, Jakob Mendel miraba a través de sus gafas y desde aquella mesa cuadrada ese otro universo de los libros, que asimismo gira eternamente y renace transformado, aquel mundo sobre nuestro mundo.”

Mendel el de los libros
Stefan Zweig
Acantilado, 2009


Joven leyendo
Óleo de Gustave Courbet, 1867
Galería Nacional de Arte, Washington