Un chico en la vorágine de la adolescencia, años
cincuenta en París, una familia a punto de sí o no, desengañados comunistas que
arrivan en secreto, el amor, nuevo e indescifrable, futbolines, ajedrez, la
conciencia que empieza a tocar a la puerta del corazón.
Jean Michel Guenassia, tiende las redes y nos mece,
cotidiana y tiernamente, en el mar de lo social, la rebeldía, el
descubrimiento de la vida, inesperada en las esquinas que nunca aprenderemos a
doblar. Nos mece y nos deja, vencidos, en la orilla de los optimistas, un
refugio vano al que siempre hemos de volver.
Y en el mar infinito aparecen Las Sirtes, creación
exquisita de Julien Gracq.
Un reducto imaginario para una posibilidad cierta:
la del individuo frente al aparato omnipresente y poderoso del estado. Un
estado capaz de involucrarnos en los peores desastres siempre que sea para su
gloria.
En un ambiente fantasmagórico, donde pocas cosas son las
que creemos, una sala de mapas que imagino templaria, un fortín al borde de la
desesperanza anclado en el páramo nebuloso, irreal y poético del confín
territorial, ahí, ahí están Las Sirtes. En el paraje absoluto de la literatura,
en la soledad vibrante de quien escribe una fábula, con el conocimiento del que
sabe que en la ensoñación, también se ancla la realidad.
Julián Gracq controla el tiempo como si fuera su dueño y
Las Sirtes como el paisaje de una tierra premonitoria, pero eternamente humana.