sábado, 30 de julio de 2022

Al calor del Arte


Aún lo cuento y yo misma lo dudo. Tres vagabundos durmiendo tranquilos en la sala de entrada a la Galería Nacional de Washington, calentitos, protegidos del frío invernal. 

Bajo los retratos de los mecenas Andrew Mellon y Samuel Kress, sin que nadie se los impidiera, dormitaban los tres hombres, con un sueño tan sereno que no nos atrevíamos a sentarnos cerca por no despertarlos. De los dos vigilantes en la puerta tampoco sabíamos si velaban su reposo, si esperaban para avisarles del fin de la comodidad o si, simplemente, veían más a los visitantes que a ellos.


La Galería Nacional de Washington guarda una historia conmovedora. Su promotor, el banquero, coleccionista y filántropo, A. Mellon, quedóse prendado de la National Gallery londinense y se propuso hacer algo parecido en su país. Con esa idea, y el proyecto del arquitecto John R. Pope, la edificación se empezó en 1937, abriéndose al público cuatro años después, cuando ya habían muerto tanto el mecenas como el arquitecto, lo cual no fue obstáculo para que se finalizara tal y como la habían proyectado ambos. 

La generosidad de la familia Mellon (pues tanto la hija, Ailsa, como el hijo, Paul, continuaron comprando y donando obras de arte) es un caso ejemplar en la historia de los museos. El fundador tenía el convencimiento de que el arte es un bien que debe ser asequible, gratuito, abierto, no queriendo asimismo que el museo llevara su nombre.  Con dicho empeño, se dedicó a comprar más obras de las que ya poseía -muy valiosas y en gran número- para reforzar, ampliar e impulsar las donaciones de otros ricos coleccionistas que, como él, apoyaron rápidamente tal labor filantrópica.

Figuras clave del arte universal se dan cita en sus salas: Fra Angelico, Botticelli, Leonardo, Rembrandt, Vermeer, Tiziano, van Eyck, van der Weyden, Velázquez, Masaccio, Chardin, Goya, El Greco, acompañados de una extensa, imprescindible lista de artistas, desde la época bizantina hasta la actualidad, como Gauguin, Rothko, Cezanne, Georgia O’Keeffe, Mary Cassat, Louis Bourgeois, Joan Mitchell.


Arropados entre cuadros de valor incalculable, los vagabundos, ajenos a las riquezas, el coleccionismo y cualquier otro signo de poder, dormían plácidamente bajo las miradas complacientes de financieros, ricachones y negociantes, quizás en la certeza de que el verdadero arte, la vida auténtica viene de la calle, aunque los pinceles, el óleo y la trementina no sean su fuerte.


Texto y fotos, Virginia

Abril 2008

jueves, 28 de julio de 2022

Tesón



¡Toca algo más divertido!
¡Nos tienes hartos!
¡Cállate de una vez!
¡A ver si te mudas!

Lourdes no acababa de acostumbrarse a los insultos y gritos de los vecinos. Eran tan opuestos a la delicadeza de las notas, al sonido rumoroso del arco sobre las cuerdas, que no concebía tamaños despropósitos. 
Su pecado tenía que ver con el violonchelo y la vecindad se lo echaba en cara una y otra vez.
Acabó yéndose, con ella se fue la Música.

Por si volvía, dejó el instrumento. 

Allá toca el oboe. 



Texto y foto, Virginia

(Ventana emplomada, Beguinario de Lovaina, Bélgica)

 

miércoles, 27 de julio de 2022

El yaguareté


Me reconforta saber que en casa tenemos un bicho pariente lejano del mayor felino de América.


He descubierto al majestuoso yaguareté esta madrugada mientras mi gato dormitaba, acurrucado cerca. Tan soberbio aquél y humilde éste, y sin embargo, comparten rasgos comunes. No se echaría nunca el yaguareté al filo de la puerta ni jugaría a cazar las plumas de una caña, no. Cazador solitario, caminante incansable, amigo del agua, de colmillos como taladros, el yaguareté está gravemente amenazado.





¿Cuántas cosas hemos hecho mal (y en ello seguimos) para que un animal de tal hermosura acabe extinguido?


Abejas, gorriones, tigres, tiburones, mariposas, elefantes. A todos ellos, pendientes de un hilo, se sumará el yaguareté, belleza andante, moteado de flores.




Mientras reflexiono sobre la no-naturaleza de los humanos, mi gato me observa con ojos de ébano y oro, debe conocer de antiguo a uno de sus ancestros. Yo vengo a enterarme hoy mismo, a las cuatro de la mañana.




Fotos del yaguareté, de la red

Texto, Virginia


 

miércoles, 20 de julio de 2022

Kotor, en un recodo del Adriático

Fue un capricho, sí. Pero no tenía otra forma de visitar Kotor estando relativamente cerca, porque, ¿cuándo volvería por los alrededores?

Así que apalabramos un coche con conductor que nos llevó desde Duvrobnik, recorriendo kilómetros de carretera al borde de las Bahías de Tivat y Risan, en el Mar Adriático, hasta entrar en el Golfo de Kotor, que, como un lago en calma, escondía en una esquina la hermosura medieval con la que llevaba mucho tiempo ilusionada.




Antes de eso, entramos en Perast, coqueto enclave con dos islotes cercanos muy llamativos, pues poseen sendos edificios religiosos que, al ocupar todo el terreno, parecieran flotar sobre el agua.  En uno se ubica un antiguo monasterio benedictino, y en el otro, un santuario dedicado a la Virgen de la Roca. Perast es pequeña, pero con mucha historia, alcanzando gran riqueza y honor debido a la protección de Venecia, que la necesitaba como punto (entre otros) de resistencia frente al dominio otomano. A pesar de su reducido tamaño, entre sus estrechas calles se adivina un gran número de iglesias y palacios.






 


A pocos más de diez kilómetros se encuentra Kotor, sorprendente villa de trazado medieval rodeada de mar y extensas murallas, unas fortificaciones que permanecen intactas, como intacto continúa el reloj de la torre desde el s. XVII (al menos es lo que nos cuentan), el Palacio Ducal o la Catedral Ortodoxa. Entre callecitas, arcos, túneles y plazuelas, se desperdigan también restaurantes, cafeterías y tiendas de antigüedades que abastecen sobre todo a los turistas que desembuchan los cruceros.





¡Ah, los cruceros! Se deberían prohibir todos los que con su tamaño descomunal parecen tragarse las ciudades, tan cerca de ellas y tan amenazantes. 

El día que llegamos una nave inmensa atracaba en el diminuto puerto, y si hubiera abierto las fauces, a buen seguro hubiera desaparecido Kotor, tan indefenso éste como monstruosa aquélla.

Por suerte, llovía a ratos y se veían pocos cruceristas, si acaso algún perro en un portal contemplando el devenir de las nubes en el cielo gris. Bastante más abajo del cielo, las murallas de Kotor ascienden en su busca, escalones y escalones hasta la Fortaleza de San Juan desde donde se disfruta de un fantástico mirador, después de haber pasado puertas, un puente levadizo, gruesos muros, fosos, torreones.

 



En el interesante Museo Marítimo se observa la relevancia del lugar durante el dominio veneciano. No solo se construían barcos, sino que abundaban las profesiones de marineros y navegantes, aspectos todos que contribuían a afianzar el poder que la Serenísima ejercía en el Mediterráneo entre los siglos XV y XVIII, tiempos brillantes y de infinitas riquezas.




La villa de Kotor es Patrimonio de la Humanidad desde 1979. Mientras la recorremos, se comprende esa honrosa denominación. En cada esquina late el Medievo, y quisiéramos ver una dama en un balcón, algún afamado capitán de navío entrando en la Plaza de Armas o un paje camino de cualquier palacete.

Es lo único que faltó para completar mi capricho.




Texto y fotos, Virginia

lunes, 18 de julio de 2022

Empeño



Era este un hombre que, nadando, nadando, se alejó de la costa. 


Confiado en sus posibilidades, rodeado de azul y sol, no vio el pez espada enorme que, en un pispás, lo partió en varios trozos. Tan feliz iba el hombre, que los pedazos siguieron nadando, cada uno a su libre albedrío. 


Desde la orilla lo esperan, sin saber que la cabeza ya llegó a Brasil, un brazo a Terranova y un pie se acerca a Angola. 




Foto y texto, Virginia

 

sábado, 16 de julio de 2022

Recibir una carta ya no es de estos tiempos evanescentes, donde lo inmediato se premia y la espera nos consume.


Así que recoger un paquete que ha cruzado el océano, despegando desde una orilla amiga, representa tal emoción que no sabemos si rasgarlo apresuradamente o dejar que repose, entretanto observamos el sobre y su textura, las arrugas del viaje, la dirección que alguien -tan lejos y tan cerca- escribió con letra delicada.


Cuando al fin surgen los títulos, los lomos, las páginas, la poesía iluminando cada hoja...sólo nos inunda el agradecimiento por la generosidad ajena.


Leerlos vendrá más tarde, cuando hayamos saboreado el primer placer de abrir un paquete, que, ileso, carga con ligereza un mundo de Palabras.
Gracias, Nélida Cañas, gracias. 

 


miércoles, 13 de julio de 2022

La gangochera


Desconozco el nombre de esta hermosa mujer de sonrisa radiante, orgullosa como si llevara el mundo sobre su cabeza, y no un ramo de humildes calas. 

Flores elegantes y recias, tal cual la gangochera que he traído de las redes, una foto preciosa en el Tacoronte de los años 50/60. Con la dignidad de quien sabía comerciar con huevos, gallinas, hierbas medicinales, conejos, frutas y verduras, las gangocheras de mi niñez tomaron el genio y figura de la entrañable Lola, la Gangochera.


Pañuelo negro sobre la cabeza, y sobre él, un ruedo que suavizaría la carga, zarcillos colgantes, falda larga y un delantal con bolsillos. De aquí salía el pañuelo anudado donde guardaba las perras (pesetas, medios duros, medias pesetas), caja fuerte casi imposible de asaltar.


Teníamos muchas gallinas en esos años y cada semana aparecía Lola, entrando con garbo por la portada. Abría el canasto de madera con un mantel cubriendo el fondo y dejaba las cuatro puntas colgando. Con tino colocaba los huevos bien protegidos por paja que, a decir verdad, no recuerdo de qué lugar misterioso la sacaba, pero bien por estos cuidados, bien por la sapiencia en el manejo, nunca vi que se le rompiera ninguno. Los movía de cuatro en cuatro, mientras el canasto se llenaba y la torre de huevos crecía por arte de birlibirloque.


Hablaba de otras cosas mientras se oía el susurro del conteo: “ochenta y cuatro, ochenta y cinco, ochenta y seis…” y a buen seguro que no se confundía. Al terminar, cerraba con esmero las puntas del mantel y allí dentro quedaban los huevos, solecillos diminutos reposando en silencio. Aun encima podía colocar algo más, unos pollos o alguna col, y, para no perder el viaje, también un par de gallinas -atadas por las patas- que se colgaba de un brazo, mientras el otro le servía para mantener la carga, la que vendería luego en los mercados de La Laguna o Santa Cruz. 


Así iba hasta La Estación, diligente y sin cansancio a coger la guagua, mientras en el patio yo contemplaba las briznas de paja correteando por la brisa, allí donde Lola la Gangochera, había realizado sus ejercicios de prestigitadora, un recuerdo vívido de las mujeres poderosas de mi infancia. 





Texto, Virginia

Foto sacada de la red, una pena no saber el nombre de ella ni del fotógrafo.

 

jueves, 7 de julio de 2022

Azúcar de infancia


Paso a veces por tiendas de golosinas y me encandila el brillo de cristales, espejos y papeles crujientes. Caramelos de todos los colores, formas y texturas, chocolatinas variadas, nubes rosadas y blancas, departamentos cúbicos rebosantes de chucherías, papas fritas con sabores imposibles, helados de frutas, cotufas brotando efervescentes.

 

En mi infancia lejana íbamos a la venta de Rosa la Dulzura, nos alongábamos al mostrador de madera lavado con lejía y comprabas un chicle Bazooka como si fuera el mayor tesoro del mundo. A pesar de su apelativo, Rosa era de pocas palabras, menuda, con cara redonda y rosada. Ya mayor, nos despachaba aquellas menudencias con seriedad de empleada de banca.

 

El chicle venía en barras troqueladas de donde partía un pedazo carnoso y apetecible, que duraba un par de días, conservándolo por la noche en un vaso con agua. Años después era algo con más fundamento: individuales y envueltos en papelillos con viñetas donde el personaje siempre era Bazooka Joe.



Las regalías eran un placer ahora perdido, bien masticadas con fruición, bien chupadas hasta quedar finas como agujas. Los mejores caramelos eran de toffe (menudo lujo trincar alguno) o de menta. Los pirulines, conos casi transparentes, pegajosos pero adictivos. Y las melcorchas, ¡ah, las melcorchas! Barritas dulces, 

amorosas, forradas finamente, que se masticaban despacio, para que no se pegaran a los dientes. 


También podía conseguir un papel de chochos o garbanzas tostadas y comerlas en los escalones de la iglesia, mirando las ovejas en la plaza. No había mucho más, nada de brillos, plásticos, fluorescentes, frutos secos de países remotos. En aquellos tiempos, las golosinas eran elementales, tal cual la niñez, lo mínimo era apetecible, será que desconocíamos lo máximo.



Ojalá cayera en mi boca un chicle de aquellos que mascabas infinitamente, sin miedo al sorbitol, fabricando unos globos que cubrían media cara. Pero no, esa posibilidad ya no existe, me conformo con imaginarla, igual que hago con la niña que fui.


Texto y fotos, Virginia

lunes, 4 de julio de 2022

Desaliento



Detenido en el umbral, se apoya en una de las jambas, está cansado y olvidó las llaves en un lugar que no recuerda. Piensa cuanto tiempo ha pasado desde la última vez que alguien le abrió la puerta; ahora solo él está fuera, un sitio que ni reconoce. 

Dentro, espejos mohosos, muebles destartalados, paredes rotas, motas de polvo danzando sobre el piso. Tendrá que volver otro día, cuando le confirmen si en verdad esa es su casa.