Fue un capricho, sí. Pero no tenía otra forma de visitar Kotor estando relativamente cerca, porque, ¿cuándo volvería por los alrededores?
Así que apalabramos un coche con conductor que nos llevó desde Duvrobnik, recorriendo kilómetros de carretera al borde de las Bahías de Tivat y Risan, en el Mar Adriático, hasta entrar en el Golfo de Kotor, que, como un lago en calma, escondía en una esquina la hermosura medieval con la que llevaba mucho tiempo ilusionada.
Antes de eso, entramos en Perast, coqueto enclave con dos islotes cercanos muy llamativos, pues poseen sendos edificios religiosos que, al ocupar todo el terreno, parecieran flotar sobre el agua. En uno se ubica un antiguo monasterio benedictino, y en el otro, un santuario dedicado a la Virgen de la Roca. Perast es pequeña, pero con mucha historia, alcanzando gran riqueza y honor debido a la protección de Venecia, que la necesitaba como punto (entre otros) de resistencia frente al dominio otomano. A pesar de su reducido tamaño, entre sus estrechas calles se adivina un gran número de iglesias y palacios.
A pocos más de diez kilómetros se encuentra Kotor, sorprendente villa de trazado medieval rodeada de mar y extensas murallas, unas fortificaciones que permanecen intactas, como intacto continúa el reloj de la torre desde el s. XVII (al menos es lo que nos cuentan), el Palacio Ducal o la Catedral Ortodoxa. Entre callecitas, arcos, túneles y plazuelas, se desperdigan también restaurantes, cafeterías y tiendas de antigüedades que abastecen sobre todo a los turistas que desembuchan los cruceros.
¡Ah, los cruceros! Se deberían prohibir todos los que con su tamaño descomunal parecen tragarse las ciudades, tan cerca de ellas y tan amenazantes.
El día que llegamos una nave inmensa atracaba en el diminuto puerto, y si hubiera abierto las fauces, a buen seguro hubiera desaparecido Kotor, tan indefenso éste como monstruosa aquélla.
Por suerte, llovía a ratos y se veían pocos cruceristas, si acaso algún perro en un portal contemplando el devenir de las nubes en el cielo gris. Bastante más abajo del cielo, las murallas de Kotor ascienden en su busca, escalones y escalones hasta la Fortaleza de San Juan desde donde se disfruta de un fantástico mirador, después de haber pasado puertas, un puente levadizo, gruesos muros, fosos, torreones.
En el interesante Museo Marítimo se observa la relevancia del lugar durante el dominio veneciano. No solo se construían barcos, sino que abundaban las profesiones de marineros y navegantes, aspectos todos que contribuían a afianzar el poder que la Serenísima ejercía en el Mediterráneo entre los siglos XV y XVIII, tiempos brillantes y de infinitas riquezas.
La villa de Kotor es Patrimonio de la Humanidad desde 1979. Mientras la recorremos, se comprende esa honrosa denominación. En cada esquina late el Medievo, y quisiéramos ver una dama en un balcón, algún afamado capitán de navío entrando en la Plaza de Armas o un paje camino de cualquier palacete.
Es lo único que faltó para completar mi capricho.
Texto y fotos, Virginia