jueves, 7 de julio de 2022

Azúcar de infancia


Paso a veces por tiendas de golosinas y me encandila el brillo de cristales, espejos y papeles crujientes. Caramelos de todos los colores, formas y texturas, chocolatinas variadas, nubes rosadas y blancas, departamentos cúbicos rebosantes de chucherías, papas fritas con sabores imposibles, helados de frutas, cotufas brotando efervescentes.

 

En mi infancia lejana íbamos a la venta de Rosa la Dulzura, nos alongábamos al mostrador de madera lavado con lejía y comprabas un chicle Bazooka como si fuera el mayor tesoro del mundo. A pesar de su apelativo, Rosa era de pocas palabras, menuda, con cara redonda y rosada. Ya mayor, nos despachaba aquellas menudencias con seriedad de empleada de banca.

 

El chicle venía en barras troqueladas de donde partía un pedazo carnoso y apetecible, que duraba un par de días, conservándolo por la noche en un vaso con agua. Años después era algo con más fundamento: individuales y envueltos en papelillos con viñetas donde el personaje siempre era Bazooka Joe.



Las regalías eran un placer ahora perdido, bien masticadas con fruición, bien chupadas hasta quedar finas como agujas. Los mejores caramelos eran de toffe (menudo lujo trincar alguno) o de menta. Los pirulines, conos casi transparentes, pegajosos pero adictivos. Y las melcorchas, ¡ah, las melcorchas! Barritas dulces, 

amorosas, forradas finamente, que se masticaban despacio, para que no se pegaran a los dientes. 


También podía conseguir un papel de chochos o garbanzas tostadas y comerlas en los escalones de la iglesia, mirando las ovejas en la plaza. No había mucho más, nada de brillos, plásticos, fluorescentes, frutos secos de países remotos. En aquellos tiempos, las golosinas eran elementales, tal cual la niñez, lo mínimo era apetecible, será que desconocíamos lo máximo.



Ojalá cayera en mi boca un chicle de aquellos que mascabas infinitamente, sin miedo al sorbitol, fabricando unos globos que cubrían media cara. Pero no, esa posibilidad ya no existe, me conformo con imaginarla, igual que hago con la niña que fui.


Texto y fotos, Virginia