Con el abanador de mi abuela, unas cholas bien fresquitas y
la camisola de los tiempos calinosos, me fui al caidero, barranco abajo… ¡en
mala hora, cristiano, una filera de atorrantes se me había adelantado! Yo que
esperaba estar solita en el chavoco bien requintado de agua, y van los
majalulos aquellos a fastidiarme la idea. Uno, con un balango, intentaba coger
una lisa de debajo de algún tenique; una parejita más allá, bien arrejuntadita, besuquiándose con tal maña que hasta vergüenza
me daba. Otro par d’ellos, empurrados en el agua haciendo parigüetas. Y varios
bagañetes , tirados al solajero, como si el mundo se fuera a acabar y ellos ya
lo tuvieran todo hecho.
Y yo allí, haciendo el toti, ganas de coger unos toscones y
ajeitarles un mamellazo, pa’ que aprendan a comportarse. Bien amulada, les
alegué un rato, pero los singuanguos ni apenas me hicieron caso; arrentita,
volví a mi echadero, no me quedó magua, la verdad, de pensar lo calduchenta que
estaría el agua.