Sube sin vértigo, como cualquier salamanquesa de mi infancia. Va dejando un rastro leve de cascarillas de piel y un aroma indefinible, mientras el tiempo camina y el azul se desgasta.
¡Muchacho, bien aparente que te
quedó ese macetón en el caldero de tu abuela! Pero, anda, deja de golifiar, no te me
escarriles y alóngate pa’ cá que tengo un armadero bueno: un
poquito de almogrote, panito tostado y unos vasitos de aguapata, que te chupas
los dedos con el conduto.
De camino trae a la alpispa de
tu hermana, que se fue a coger higos al bardo del barranco, luego se enrala por
esos andurriales y viene hecha un arritranco encachazado. Le di un balde, a ver
qué demontres trae, esta es capaz de irse de belingo sin avisar con ese
gentuallo grifiento. Cosa que no me extrañaría, porque le vi limpiar las lonas
anoche, sabiendo que le molestan en el calcañar.
Y ahora mira, tú que eres un
camorrudo, y ella siempre en los celajes… a ver quién se come esta carne fiesta
que hice… y no me vengas con que soy una vieja chocha, que los tengo ya bien
calados a los dos, aymería, qué cruz con estos chicos!
(para Mary, admiradora y amante de estas gentes y estas voces)
Sube las escaleras con la parsimonia heredada de su padre. A medio camino se para. La otra mitad ha de subirlas como su madre, así no estará en deuda con ninguno.
Una forma como cualquier otra de rendir homenaje a sus muertos.
Conducía de maravilla: las curvas las cogía perfectas, aceleraba en el sitio justo, frenaba con delicadeza, los cambios los hacía en el momento adecuado. Su coche era un brillo sobre cuatro ruedas, ni abolladuras, ni roces, los neumáticos con el dibujo completo, el motor sin una mancha, los cristales impolutos.
En definitiva, era un auténtico Fangio al volante de un Seiscientos.