¡No vuelvas a decirme que pasas a tomar café,
ni imaginas el tiempo que estuve esperando!
Imposible que el Pino de la
Morra viera pasar bajo sus ramas a los guerreros guanches camino del Barranco
de Acentejo, donde se libraría la batalla de igual nombre, y que iba a ser la
única victoria de los aborígenes frente al Adelantado Fernández de Lugo y sus
soldados.
Quizás ese ejemplar majestuoso de tronco poderoso y múltiples ramas ni siquiera había nacido, pero quiero imaginar que era un árbol joven y ya aguerrido aquel día primaveral de 1494, deseoso de que su madera sirviera para lanzas o garrotes con los que defender el territorio bordeado de azul que divisaba desde su incipiente copa.
Con armas rudimentarias frente a espadas y dagas, y ayudados por el conocimiento que tenían del terreno, los guanches asestaron una derrota contundente al ejército español, hasta el punto de que Fernández de Lugo huyó monte arriba, con una capa prestada para que no lo reconocieran y sangrando por la pérdida de un diente. Herido en su orgullo de conquistador nato y sanguinario, habría de volver al poco, con suficientes refuerzos para asestar el golpe de gracia y someter a Bencomo, el Mencey de Taoro que le había hecho perder la batalla.
Si el Pino de la Morra aún no
había nacido para ver bajar a los guanches por el llamado Camino de los
Canarios, tampoco supo de la batalla, de las escaramuzas, del ganado robado que
volvió a los guanches gracias a sus silbos, de los banots como lanzas y los
tamarcos como escudos.
No, seguramente el Pino de la
Morra no pudo contemplar estos hechos, pero cuando me acerco a su tronco oigo
un susurro lejano de voces, gritos, lamentos. Lo que quedó en el aire de
aquella batalla se incrustó entre sus intersticios y allí sigue para quien
quiera oírlos.
El río Liffey fluye como un dublinés
más, entre puentes, pubs, gaviotas y macetas con flores. La ciudad tiene
puertas de colores, tiendas antiguas, gente en bicicleta, numerosos parques,
estudiantes que entran y salen de la Universidad y curiosos que entran y salen
de la espléndida biblioteca del Trinity College, donde se contempla el Libro de
Kells, un manuscrito del año 800 d.C.
Exquisita la muestra de delicados
tesoros de Asia y Oriente Medio, en la Galería Chester Beatty, un magnate
estadounidense dedicado a reunir a lo largo de su vida un cúmulo de variados
objetos -manuscritos, miniaturas, grabados antiguos- para formar una colección
muy a su gusto. A finales de los años cuarenta decidió vivir en Irlanda donando
lo que había recolectado, por lo que se le tiene en gran estima, hasta el punto
de organizarle a su muerte un funeral de estado, como ciudadano irlandés de
honor.
En la Galería Nacional, de placentero
itinerario, se nos muestran obras de maestros de la pintura. Un Velázquez de lo
más original, Vermeer y sus interiores luminosos, Turner, Goya, Monet, Berthe
Morisot, Lavinia Fontana, Picasso, Rembrandt, Caravaggio.
La ciudad se recorre fácilmente y en
más de una ocasión nos encontraremos con Molly Malone y su carro de pescado,
músicos, librerías con solera, incontables pubs con suficiente gancho como para
entrar en unos cuantos y bebernos una pinta acompañada de una ración de fish
and chips. No hemos de andar mucho para recordar a escritores como Williams
B.Yeats, Bernard Shaw, Elizabeth Bowen, Oscar Wilde, Edna O'Brien, Samuel Beckett o James
Joyce, ya que Dublín –y toda Irlanda- es cuna de artistas de todas las ramas,
que están representados en bustos, estatuas, placas, recordándonos el acervo
cultural que posee el país.
La cerveza corre casi como el Liffey,
y aunque Temple es la zona por
excelencia, podemos degustarla en cualquier esquina, siempre acompañados de
maderas, cojines, espejos y barras pulcrísimas, amén de bebedores del país y de
fuera, bien acodados en el mostrador o en las coquetas mesitas.
Pero no podremos dejar Dublín sin visitar la Huhg Lane Gallery, en la parte norte del río, para conmocionarnos con la reconstrucción fiel y abrumadora del estudio de Francis Bacon, un espacio que dejará marcado a quien lo vea. En el más absoluto desorden (“En el caos trabajo mejor”, dijo más de una vez), sin criterio aparente, conviven botes de pintura, trozos de papel, revistas, periódicos viejos, pinceles, lienzos rotos, libros, trapos,discos, cartas.
Una amalgama que bien podría ser el cuarto de un enfermo del síndrome de
Diógenes, si no fuera porque sabemos que fue el taller de un genio. Nacido en
Dublín en 1909, solo vivió aquí su primera infancia y el resto de su vida en
diferentes países, incluso en España, donde murió en 1992. El estudio fue
trasladado íntegramente desde Londres, lugar donde trabajó unos treinta años.
Es tal el volumen de objetos, que el traslado y montaje duró varios años, hasta
su apertura en 2001.
Dejamos Dublín con el impacto rotundo
de Francis Bacon, perturbadora experiencia que me enseñó a comprender un poco
más acerca de nuestras contradicciones, de las apariencias, de la profundidad
dolorosa en la que los seres humanos podemos existir y coexistir. Y aún más,
dentro de ese mundo torturado, la posibilidad de crear una obra fascinante,
visceral, formidable.
En su época rebelde odiaba cualquier alusión que le
recordara a sus ancestros.
“Oh,
tiene los ojos de la abuela”
“Te
pareces a tu padre en el caminar”
“Sacaste
la sonrisa materna”
“Mira
qué ademanes tan familiares”
De adulto aún más rebelde, y confinado por largo
tiempo entre cuatro paredes, vino a darse cuenta con
qué ansia deseaba volver a escucharlas.
Texto y foto, Virginia
Debido al exceso de tráfico, hubo que ordenarlo debidamente.
Y en estos casos, las señales ayudan mucho.
Texto y foto, Virginia
Patricio
Ortiz, montañero
Sube y baja montañas con la celeridad de una liebre. En los repechos pronunciados ni se inmuta, un pelín menos de ritmo, acompasa la respiración y aquí no pasa nada. Que el repecho se convierte en cuesta o en plano inclinado, tranquilo, Patricio tiene experiencia de sobra. Que tiene que pasar por una cornisa estrecha y resbaladiza, mejor que mejor, esos tramos le encantan.
Así es Patricio, un montañero de altura.
Conoce picos del Pirineo, de Sierra Nevada y de Asturias.
Algunos de los Alpes suizos e italianos. Ha caminado por los ribetes nevados de
los Andes chilenos y los del Cáucaso, subió a unos cuantos en el Himalaya. Las
colinas irlandesas le atraen por lo verde, aunque sean un paseo, y las
elevaciones de Almería, por la sequedad.
Se ha recorrido gran parte del mundo ascendiendo esas formas
redondeadas, sensuales unas veces, y otras, agudas y peligrosas, aunque
Patricio controla su paso, sea en un sitio, sea en otro.
Prefiere caminar en soledad, aunque varias veces ha tenido
que hacerlo en compañía, especialmente en los lugares en los que se recomienda
ir, como mínimo, en pareja. Aún en grupo, se adelanta algo o se retrasa un
poco, no suele apetecerle las conversaciones de otros caminantes, él se recrea
en la largura de los páramos, los riachuelos medio helados, las cabras montesas
que brincan como él quisiera o los nubarrones que asoman tras los picachos.
Camina a un paso excelente, por algo lo lleva haciendo más de media vida, pero
también es sensible a un mirlo, un ánade o una lagartija al sol.
Nunca se casó Patricio, ni se le conoció pareja alguna, pocas
de sus amistades sabían de su vida personal, más allá del trabajo, las
aficiones, su casa y los padres que todavía vivían. Con la familia de alguna de
sus tres hermanas salía muy de vez en cuando, más bien por cubrir el expediente
de relaciones inevitables, que por una
noción de placer dominguero o de amorosa satisfacción parental.
Pues va y resulta que en una de esas excursiones aparece un excursionista
como él, amigo de alguien de la familia, un montañero de experiencia, un obseso
de las botas, la mochila bien cargada, los piolets por si nieva, el saco de
plumas. Un tipo bien pertrechado, tanto en el material deportivo como en su
físico, curtido de sol, cumbres y alturas.
Como era natural, empezaron por los senderos, siguieron por
las colinas, subieron picos secos, húmedos y nevados. Continuaron con los
grandes recorridos, hasta caer un día, en una tienda al borde del risco, en una
pasión más arrolladora que cualquier alud
alpino.
Patricio Ortiz ya no anda solo ni por sitios arriesgados, ni
por veredas apacibles, el amor ha cambiado sus senderos y los recorre como
alguien que comienza a caminar de nuevo, descubriendo el paisaje con la alegría
de un niño.
Texto y foto, Virginia