miércoles, 1 de mayo de 2024

Otra de romanos




Lo primero que hice al entrar en el anfiteatro fue dirigirme al foso, allí donde los gladiadores esperaban su turno, quiero imaginarlos con la ilusión de volver sólo heridos, tal vez un tajo en la pierna o un agujero de lanza en el hombro. El mismo espacio en el que leones, tigres o leopardos se defendieron ferozmente antes de ser ensartados, manchando de sangre la arena, sin que nadie se compadeciera ante su hermosura inigualable.




 

Lo recorrí aguardando escuchar gemidos, voces, promesas, salvajes rugidos entre los descomunales bloques de piedra. Únicamente distinguí, en soledad y perfectamente alineados, los cubículos para animales y hombres, sin un hálito de vida.  Aunque el sol entraba por la rejilla del techo, la humedad permanecía en las partes más oscuras, un relicto de la misma tristeza de aquellos condenados a luchar, sangrar y morir.




 

Salí entonces a la luz y dada la magnificencia, olvidé el foso y sus historias. Ya no tenía ojos sino para gradas y arcos, túneles, escalinatas, columnas, bloques macizos y los tres equilibrados niveles que se distinguen desde lejos. Como tantísimas otras obras del Imperio romano, nos deja boquiabiertas por la perfección y equilibrio que luce después de dos milenios en pie. Alzado en una llanura al este de Túnez y con capacidad para 35.000 personas, el anfitetro El Djem viene a ser el tercero o cuarto más grande de los conservados, poseyendo una estampa que en nada envidia al Coliseo de Roma. 




A lo largo de su historia ha servido como refugio de tribus, cantera, cuartel de soldados alemanes, plató para La vida de Brian o Gladiator. Patrimonio de la Humanidad desde 1997, el dorado de los sillares al ocaso nos impregna de luz, volviendo por enésima vez a reverenciar a quienes llevaron a cabo empresas de este calibre, sin que podamos explicarnos, criaturas efímeras que somos, como alcanzaron tamaño poderío arquitectónico.





Texto y fotos, Virginia