Se sienta. Frente a la pizarra naranja. El lugar al que regresa cada día, allí donde los trazos le cuentan su vida. Se sienta y garabatea. Escribe frases inconclusas, tejiendo la maraña de heridas que quisiera olvidar. La sombra del hierro le marca las horas. Nada lo perturba. A veces hace sólo rayas, otras mira los campos a sus pies y lo hipnotiza el mar de yerbas tostándose al sol del verano. A un lado, en un muro alto, los cardos señalan el cielo, dorados, secos, gráciles.
Cuando atardece, pasea bajo el pórtico de la plaza. Observa las lámparas y, el balanceo tenue que la brisa les provoca, le recuerda sus días de marinero, atisbando fanales como luciérnagas entre las olas. Camina arriba y abajo. Entre la escritura matutina y los paseos en la tarde, se le deshacen los días.
Soñar que escribe.
Escribir que sueña.
Soñar que sueña con lo que no es ni será.
Quizá algo primigenio.
Un liquen en las piedras.
Sólo eso.
Y el azul, siempre azul.
Fotos, Virgi
Extremadura, 8/10