Las hadas viven en casitas lejanas,
bajo cielos azules y caminos de plata.
Texto y foto, Virginia
Sabiduría ancestral la de los pobladores de la Depresión Momposina, al norte de Colombia, una gran extensión bañada por innumerables ciénagas y varios ríos (como el notorio Magdalena), que marcaron la vida y la cultura de los indígenas.
Las crecidas invadían las planicies dejando la tierra fértil, donde luego se plantaba yuca, ñame, maíz, palmas. La unión entre los habitantes y la naturaleza era muy estrecha y una conmovedora particularidad fue la relación con las aves.
En el Museo Zenú de Cartagena de Indias se aprecia muy bien la imbricación con el mundo animal y la importancia que poseían ranas, sapos, caimanes, peces, aves de todo tipo y, por supuesto, el venerado jaguar, poseedor de las cualidades de un dios.
Respecto a las aves, los zenúes poseían un gran repertorio de sonidos similares a sus gorjeos, reproducidos mediante flautas, silbatos, fotutos y ocarinas, en el intento de guiar a los oyentes consiguiendo la evocación de pájaros y cantos. Según entendí, la capacidad de volar era un motivo de admiración, hasta el punto de no cazarlos, como sí hacían con peces, mamíferos y reptiles.
Dichos cantos se usaban en rituales de curaciones, ceremonias y fiestas, dado que las aves estaban más cerca de las divinidades que el resto de seres. Garzas, ibis, búhos, patos y cormoranes se ven en joyas y objetos cotidianos, realizados con diferentes materiales, especialmente oro.
La forma de vida en este lugar es un ejemplo admirable, ya en gran parte perdida. El sistema de riego con calles y camellones, por el que se dirigía el agua de las crecidas, revela un dominio increíble, con canales cubiertos totalmente, los cuales, al bajar de nivel, eran cultivados con éxito.
Un éxito donde las aves tenían su protagonismo, por algo dominan un espacio negado a nosotros, tan pegados a la tierra y sus vaivenes. Pájaros que nunca fueron cazados, deidades aéreas reverenciadas por gentes respetuosas, con capacidades que ahora no sabríamos gestionar por más que quisiéramos.
Fotos del Museo del Oro Zenú, Cartagena de Indias
Detenido en el umbral, se apoya en una de las jambas, está cansado y olvidó las llaves en un lugar que no recuerda. Piensa cuanto tiempo ha pasado desde la última vez que alguien le abrió la puerta, ahora sólo él está fuera, un sitio que ni reconoce.
Dentro, espejos mohosos, ventanas desguarnecidas, motas de polvo danzando sobre el piso. Tendrá que volver otro día, cuando le confirmen si en verdad esa es su casa.
Texto y foto, Virginia
Caía la tarde y tomaba un milhojas con arequipe, entretanto las nubes grises no conseguían taparla del todo, tan grandiosa es. Desde un lado al de enfrente, circulaban perros, palomas y monjas, niños regresando de la escuela, parejas haciéndose carantoñas, unos pocos turistas tomando fotos.
Sí, estuve en Leyva, de tejas árabes y balcones canarios, portalones con escudos de armas y una bandera ondeando al aire. Y ya fueran ratos soleados como pasados por agua, nada me hizo desistir de pisar los adoquines, yendo de canto en canto como cuando recorro los senderos de mi isla. Me venían recuerdos de infancia en una plaza (minúscula, en comparación), también empedrada, donde ovejas y cabras mordisqueaban con fruición las hierbas de las ranuras, mientras el pastor dormitaba en los escalones de la iglesia. Aquella desapareció, pero la de Villa de Leyva se mantiene después de cuatro siglos largos y yo la cruzo una y otra vez, de arriba abajo, de Oriente a Occidente (como se dice en Colombia), cautivada por un espacio fascinante.
La Villa con su plaza está allí desde que la fundaron en 1572, esperando por quienes sorteamos un océano sólo por caminarla y sentarse en una esquina. También está para muchos que no van desde tan lejos, pero la admiran igualmente. Unos y otros nos dejamos embaucar por sus encantos, sin atinar cómo se ha logrado mantener tal tesoro. Y así seguimos, dando vueltas a la cuadrícula, sin que nos afecte ninguna otra cosa, sólo el placer siempre renovado de vernos en lugares de ensueño.
Texto y fotos, Virginia
Villa de Leyva, Colombia