sábado, 16 de marzo de 2024

Interrogante

 

¿La luz viene del sol o emana del gato?




Texto y foto, Virginia

jueves, 14 de marzo de 2024

Viajando con mi padre

 





 

Si mi padre hubiera ido conmigo a Dougga (Túnez), se habría admirado de los templos y el teatro, de la casa del dinero, el lupanar, las termas y las letrinas. Pero seguramente, donde más habría incidido su interés, sería en los registros que los laboriosos romanos dejaron en las calzadas cada tres o cuatro metros. Losas colocadas de tal forma que pudieran levantarse para inspeccionar los desagües, un detalle que posiblemente pase desapercibido, pero que revela el indudable sentido práctico que poseían estos “locos” romanos, según calificativo del entrañable Astérix.






Las calles que la atraviesan no siguen el trazado normal, con el decumanus y el cardo partiendo la urbe en cuatro zonas bien delimitadas. Dos razones importantes sostuvieron esta decisión: aprovechar lo que ya existía anteriormente, y el hecho de estar situada en una colina, desde la que se domina el amplísimo valle Oued Khaled, plantado de cereales.

Valorada como la mejor y más completa muestra del dominio romano en Túnez, Dougga fue declarada Patrimonio de la Humanidad en 1997. Cómo no aplaudir esta mención, con todo lo que atesora.

Del poblamiento precedente se mantiene el espectacular Mausoleo de Ateban, de la época de Massinissa, rey de Numidia (s. II a.C.), uno de los mejores ejemplos de la arquitectura númida.




Entre restos de otros templos (Saturno, Caelestis, Mercurio), y dominando con contundencia, el dedicado a Júpiter, Juno y Minerva, que luce altas columnas corintias, en las que nos apoyamos después de subir una escalinata. A un lado, en un plano inferior, el foro. Al otro, una original plaza, llamada de la Rosa de los Vientos, en la que se aprecian algunos de sus nombres, según la dirección desde la que soplaran: Septentrional, Africus, Leuconotus, Arceste, Circius.




En la zona del mercado, los cubículos para las tiendas. Y en las letrinas, doce puestos para sentarse y conversar tranquilamente, mientras se hacen las necesidades. Una ciudad para varios miles de habitantes con todo lo preciso, descollando el teatro, edificado según la orografía del terreno y en el que actualmente se celebran distintos actos, aunque tampoco haría mucha falta, el panorama desde los asientos sobre el susodicho valle ya es un espectáculo, aparte del granero inmenso que supuso, y al que, eficazmente, el organizado Imperio le sacó muchos réditos.




Mi padre podría haberse sentado en las gradas del teatro, pero creo que hubiera preferido conocer el diseño de las canalizaciones, los materiales y la ingeniería que nos siguen cautivando de aquellos locos que controlaron medio mundo hace dos milenios.






Y como él no pudo acompañarme, escribo esta crónica sabiendo que, esté donde esté, me lee y aprueba que lo recuerde, ante algo tan humilde que pisamos sin reparar en su importancia. Con certeza se enorgullece de que los registros que también dejó en los patios de nuestra casa se parezcan a los de las calles de Dougga.


¡Gloria a Roma y a mi padre!



Texto y fotos, Virginia

 

sábado, 24 de febrero de 2024

Iserse, una morra en lo alto


Según don Buenaventura Pérez (1930-1997), experto en toponimia guanche, el término Iserse corresponde a “morra usada para sus ritos, en Arafo” y también “zona en Adeje”.  En el caso que me ocupa, Iserse vale como morra, quizás también de ritos, así como emplazamiento privilegiado en los altos de Tijoco. 



Coge uno por el barrio adejero hacia arriba, un buen rato entre pinos y algún cedro de prestancia, dejando a un lado la “casita” de Fyffes, con su estilo inglés de habitaciones de madera y porche cubierto, y, según nos acercamos a la finca de Iserse, se descubren eucaliptos, almendreros, perales, durazneros, higueras… y allá, encima de una morra (como aprendimos del estudioso), una vivienda de considerable tamaño que mira al sur. De dos plantas, bien resistentes las paredes -hasta el punto de tener tres contrafuertes en uno de sus lados-, un horno y la imprescindible era de trazos paralelos en vez de radiales, corrales y goros, establos con dornajos, bloques esquineros de gran volumen, graneros, bodegas, huertas y un lavadero retirado de la casa, pero junto al canal que viene desde la cumbre.




Desconcierta no sólo por el lugar que ocupa, desde donde se divisa una gran parte de la costa, sino también por la amplitud de las estancias, las vigas de los techos, la escalera deteriorada por la que me imagino subiendo a ver el mar y la montaña, como si hubiera yo vivido ahí hace un siglo o dos, como si fuera también la que abría o cerraba las ventanas, barría los soportales o estrujaba alguna prenda sobre la piedra de lavar, a la sombra de un algarrobo de compacto porte, al que seguramente también trepé de pequeña, en mi afán de subir a todos los árboles posibles, tal cual una niña como Cósimo, el personaje de Italo Calvino. Una sección del patio estuvo alguna vez rodeada de botellas del revés (igual que en el jardín de mi infancia) y dentro, asalvajados, geranios de un rojo cresta de gallo. 



El ventanal, de goznes molidos, invita a mirar al horizonte, allá por donde podría entrar la niebla que, atravesando el mar, vuela desde el bosque de laurisilva de El Cedro. El tirante principal se ve algo quebrado por el peso de la azotea y las lluvias, pues ya nadie limpia los desagües. Las tuneras, las maravillas, las corregüelas, los hinojos de tallos secos más grandes que nosotros, las tejas rotas invaden los alrededores. El horno -abrigado al pie de uno de los pilares que sustentan la casa, cual antigua fortaleza-, con el hueco por donde entraría una masa tibia y blanca y saldría algún pan de centeno, incluso un bizcocho en tiempos de fiesta. Los dornajos dan cuenta de cabras, mulos, alguna vaca, seguramente un cochino negro y orondo. En la cocina, el humo antiguo tizna las paredes y vuelvo a verme traquinando para agradar a alguien que viene de Teresme o de Aponte. Se perciben en las huertas los árboles frutales y un camino que mantiene muros a los lados con trozos de empedrado.




Los pequeños soles de las mimosas chillan con voces amarillas entre pinos y eucaliptos, mientras baja el agua veloz por la atarjea.  Su rumor me lleva lejos, no a la bocamina donde ve la luz, tampoco a la orilla del océano, ni al horizonte remoto. No, me lleva a una esquina inexplorada, esa de dónde venimos, el que aún late en nuestra sangre, que me altera y me remueve. 

Iserse, encima de una morra, contempla el paisaje a sus pies y se deja mecer por el viento. Así yo, que me dejo mecer por lo que Iserse me regala.



 Texto y fotos, Virginia

 

 

jueves, 22 de febrero de 2024


 Rectas y curvas, de la soledad brota el equilibrio.





Texto y foto, Virginia

domingo, 18 de febrero de 2024


Indiferente a la cercanía de la luna, 

escoge dorarse al sol.




Texto y foto, Virginia

jueves, 15 de febrero de 2024



Se empeñan las sombras en oscurecer los colores

...y ¡ay, cuántas veces lo consiguen!



Texto y foto, Virginia

martes, 13 de febrero de 2024


 Con este fulgor tengo para cada día, 

piensa la enredadera.





Texto y foto, Virginia
Ventanuco en castillo Lago Bled, Eslovenia