miércoles, 26 de febrero de 2020

Infiltrado




Abrí las ventanas 
y se coló 
un azul vaporoso y juguetón.

No pienso cerrarlas.


Texto y fotos, Virginia

lunes, 24 de febrero de 2020

Dádiva



Lentamente entra en el agua. 
Los peces se arremolinan alrededor.
Con parsimonia, deshace los nudos de la ropa y las carpas se pegan a ella, imantadas por la sabiduría que existe en la urdimbre de las telas.

Solo usa este don cuando no tiene otro alimento.



Texto y foto, Virginia





viernes, 21 de febrero de 2020

Bajo el mismo cielo







Uno de nuestros intereses en la ciudad de Jaipur era visitar Jantar Mantar, el observatorio astronómico construido por el maharajá  Sawai Jai Singh II a principios del s. XVIII. Debió ser este gobernante, además de riquísimo como todos los de su época, un personaje ilustrado, pues la dedicación que puso en esta obra muestra un interés y unos conocimientos que asombran a cualquier visitante y deleitan a los amantes del cielo. Ya había demostrado sus inquietudes unos años antes con la creación de la ciudad, proponiendo un trazado impensable para esos tiempos, de manzanas regulares, calles anchas con aceras, grandes puertas en las murallas que la rodean. Construida según la novena parte de un mandala, también eran nueve -o sus múltiplos- algunos elementos de la ciudad, como el número de planetas conocidos.




El observatorio consta de unas quince edificaciones o gnomones, que permiten calcular horas, solsticios, alineación de planetas, altitud de cuerpos celestes y otras numerosas posibilidades. Todas las construcciones se ubican en un gran patio, que, visto desde lo alto parece un parque de esculturas geométricas, una instalación moderna con trescientos años, un escenario de algún cuadro de De Chirico.
























Uno de los gnómones es el Samrat Yantra, reloj de sol orientado al Polo Norte y que dicen es el más alto del mundo, donde se puede observar el desplazamiento de la sombra un milímetro por segundo.

Otros preciosos son dos cavidades semiesféricas, Jai Prakash Yantra, donde se refleja el mapa celeste, recubiertas de mármol. Alucina que cada una de ellas sea el negativo de la otra y que dispongan de asientos para observar el cielo, mientras se estudia con estos mapas.



Gigantescos astrolabios, planos inclinados para diferentes cálculos, instrumentos para predecir eclipses y saber la órbita de la Tierra. Doce construcciones según los signos del zodíaco, con la posición e inclinación adecuadas para observarlos según la época del año.  Podían servir incluso algunos de estos instrumentos, para predecir la llegada de los monzones, suceso tan vital en la vida de la India.





























La precisión que ofrecen estos aparatos es de un calibre pasmoso, más leyendo que los telescopios que podían conocer en este tiempo eran muy rústicos, lo que demuestra la vocación astronómica del maharajá y su saber exquisito, dado que fue él mismo quien hizo el diseño de las diferentes estructuras. Su afán por estudiar el firmamento lo llevó a construir cuatro más en otras ciudades del país, siendo el de Jaipur el mejor conservado, gracias a dos restauraciones muy respetuosas, la última a principios de 1900. Construidas con piedra o mármol y en algunos casos, recubiertas de bronce, son inusitadamente grandes, para conseguir la máxima exactitud.





Pasear por Jantar Mantar nos ofrece un abanico de sensaciones: admiración, misterio, respeto, magia. Y emoción por sentirnos polvo de estrellas, tal como Sawai Jai Singh II ya pudo intuir hace tres siglos.




Texto y fotos, Virginia



lunes, 17 de febrero de 2020

Belleza de mantequilla








El templo de Bhandasar, considerado el edifico más antiguo de Bikaner, al norte del Rajasthan, fue erigido a principios del s. XVI por los creyentes del jainismo, un grupo muy reconocido en la India, portadores de una religiosidad antigua y estricta y extremadamente respetuosa con el mundo animal. También con eficaces fuentes de riqueza, poseen infinidad de construcciones regadas por el país, todas de una hermosura inconcebible, sean templos grandes como el de Ranakpur (1444 columnas de mármol, todas distintas), los diminutos y laberínticos de Jaisalmer o el pequeño pero lujoso de Phaloti con mármol de Carrara, cristales de Bélgica, imágenes de China.




El de Bhandasar está en un arrabal de la ciudad -otrora poderosa por su situación en la ruta de las caravanas-, rodeado de calles polvorientas, vacas de ojos inmensos, basura por doquier, y se alza sobre un pequeño promontorio que salvamos subiendo unos pocos escalones y pasando bajo una pequeña cúpula sostenida por cuatro pilares.


Nada por fuera anuncia la belleza del interior.
Anonada el lujoso colorido, las imágenes sensuales como acabadas de colocar, la suave textura de paredes y columnas, el relato de batallas en lo alto, viñetas con cientos de personajes, y sus veinticuatro tirthankaras o maestros protegiendo el recinto.




Nos enteramos luego que en su elaboración, en vez de agua para preparar el mortero, se usaron 40.000 kilos de mantequilla de búfala  lo que contribuye a darle un brillo untuoso que semeja recién hecho.



Dicen los lugareños que en días de calor extremo, las paredes exudan un sutil líquido cremoso, y ciertamente, habremos de creerlo, viendo el velo transparente, antiguo y joven, que, como una piel protectora cubre el templo, milagrosamente indemne entre el caos que lo rodea.




Texto y fotos, Virginia

viernes, 14 de febrero de 2020

El arco iris vive en la India




En los ropajes de las mujeres indias vibran los colores del mundo. Rojos, naranjas, amarillos, verdes, granates, azules. Ya lleven leña, limpien aguas negras, vendan cachivaches o verduras en las esquinas, conduzcan ovejas entre los matorrales, carguen ladrillos y amasen cemento, tintes luminosos las cubren de dignidad y elegancia.












Las mujeres de la India, envueltas en vestidos flameantes, entran en casas celestes, lilas, ambarinas. Compran chales, saris, pasminas, telas, y las cuelgan como banderolas desde azoteas donde hay cabras, ancianos,  niños volando cometas.


















Las mujeres de la India trabajan de sol a sol, y compiten con él gracias a los colores que les dona el arco iris. Un regalo en un lugar de pobreza y opresión. Un obsequio que se toman en serio, orgullosas de su belleza, sus sonrisas estoicas y sus capacidades para convivir con la ignominia de la marginación y las crueles diferencias sociales.







Texto y fotos, Virginia


jueves, 13 de febrero de 2020

Erial



Por más que busqué, me fue imposible encontrar tus recuerdos, los armarios vacíos, las gavetas huecas, la cómoda deshecha.

Habrán volado entre las rendijas del techo, confundidos ya con las nubes.


Texto y foto, Virginia

lunes, 10 de febrero de 2020

Agua, sacralidad y geometría




Extendidos por una gran parte del noroeste de la India, los baoris representan un grado de sabiduría excepcional en la arquitectura. Un hueco profundo, cuadrado o rectangular, con escalones perfectamente diseñados y una geometría prodigiosa, de la que el pintor Escher aprendería mucho para sus dibujos imposibles. Peldaños que permiten llegar al nivel del agua, preservada desde que los monzones la descargan con fuerza y contribuyen a llenar el pozo.




En el borde del primer baori al que nos llevó Hanu (nuestro amable y pulcrísimo conductor) en Amber, muy cerca de Jaipur, de nombre Panna Meena, no había otra alternativa sino recapacitar en la sacralidad del agua para pueblos tan espirituales como el indio, aparte de lo vital que resulta en lugares con climas de mucha fluctuación en las lluvias, como es el caso. 
Tal es su elaborada construcción, que poseen columnas, cavidades, techos, pequeños santuarios, pasadizos, puentes. Un templo invertido, leí en algún sitio, un espacio incluso de rituales y ceremonias, respetando lo divino que ya tuvo el agua desde tiempos de los Vedas. Una edificación desde el suelo hacia abajo, con proporciones relacionadas con el cuerpo humano, en la línea de otras construcciones antiguas en la India. Hay numerosos baoris en Rajasthan y Gujarat, tantos, y tan sorprendentes, que superan a muchos de los famosos templos que figuran en las guías turísticas.



Servían también como lugar de reunión y de ceremonias, sobre todo para las mujeres que recogían el agua, agradecidas a los dioses por ese don imprescindible. Regalo que hemos olvidado, derrochando con tranquilidad un elemento absolutamente primordial desde el origen de la vida.


Los baoris estuvieron hasta hace poco casi ignorados, un elemento más en las ciudades, hasta el punto de que algunos fueron recubiertos de tierra. Mismamente los ingleses, los consideraron antihigiénicos, lejos de admirar la perfección de su construcción. Existen unos tres mil pozos de estas características y todos son diferentes, muchos sin reconocimiento o usados como basurero.


En Jodhpur, en el mismo centro de la ciudad, a dos pasos de la Clock Tower, vimos el baori Toorji Ka Jahalra, inaugurado en 1740 por la maharaní del clan Tanwar, caído en desuso más tarde y rescatado hace unos años, admirable simetría que nos lleva hasta el borde del agua, de escalones estrechos entrelazados con una medidas primorosas.

Volveré a la India solo por bajar y subir esos peldaños antiguos, respetuosos con el medio, artísticos como si fueran de un palacio, iluminados por el espíritu evanescente del agua.



Texto y fotos, Virginia


viernes, 7 de febrero de 2020

Jaisalmer, de oro y miel






Siglo tras siglo, el viento del desierto moldea las murallas de Jaisalmer. 
Ambarinos como las dunas, se ondean los muros, y los más de noventa bastiones que los refuerzan, crecen sobre la montaña mirando al cielo.



Es Jaisalmer una ciudad cuasi frontera, con una sola entrada de tres enormes y robustos portones que hemos de atravesar con gozo, quizás en la creencia de que somos comerciantes por la ruta de la seda, con una recua de camellos y decenas de alforjas cargadas de calor, tesoros y esfuerzo.



















Dentro, la ciudad fundada en 1156 por el soberano rajputa Jaisal, resulta tan dorada como los poderosos sillares que la abrazan, y al atardecer, toda ella refulge igual que los ribetes de los saris o las pulseras de las mujeres indias.
Entre havelis, callejuelas y templos jainistas de elaborados diseños, Jaisalmer se alza orgullosa, mimetizada con el paisaje desértico del Thar. Ventanas y balcones exhiben intrincadas perforaciones, tamizando la luz que, sin fin, acompaña a la ciudad desde sus orígenes.


Por puertas y ventanucos, se adivinan estancias, alfombras, columnas, patios sombríos, vasijas redondas, cacharros brillantes, una anciana que reza y un niño que juega.





















Jaisalmer, tan lejos de todo, nació en el desierto y ahí sigue, milagro en el que no acabamos de creer, por más que recorramos los bucles de sus adarves, esculpidos por el viento.
Entretanto, la tarde cae sobre la arena y todos los amarillos del mundo se apoderan de la ciudad que floreció sobre las dunas. Sobre ellas flamea dorada, soberbia y serena, dejándose rizar desde hace mil años. 
Olas de piedra en medio de la nada.


Texto y fotos, Virginia