Signos cabalísticos indescifrables.
Coordenadas semejantes a constelaciones.
Con esos datos, encontrarnos se hacía imposible.
Texto y foto, Virginia
Signos cabalísticos indescifrables.
Coordenadas semejantes a constelaciones.
Con esos datos, encontrarnos se hacía imposible.
Texto y foto, Virginia
Juegan en la plaza a gongo, al
brilé, a paro, al trompo, a la guerra, a la soga y a los cochitos de verga,
mientras pasan los vecinos.
José, más serio que un tuso.
Carmen, la Grangafa, turulata perdida con sus rebequitas mal ajeitadas. Jacinto
el Rebenque, un repunante completo, solo come gofio amasado y chochos con
vinote. Juanito el Empichador,
petaquillo y de ropas mugrientas. Luisa la de Maruca, que se las echa de sabida
pero tiene las chavetas troquiadas. Fredito el del puente, sobrino de la
panadera, siempre jodiendo la pavana, esconde la pelota a la chiquillería o si
le da la venada, se encochina dando gritos: “¡Dirse pa’ su casa, carajo, que
aquí molestan!”.
Cruza al atardecer Lola Bienpeinada,
que viene de servir en una casa rica, de las de balcón y alpende. Ardilosa y
alegadora más de la cuenta, reparte chicles, manises y melcorchas. Otro
simpático es Jorgito, el de las morisquetas, ¡pobrecillo!, le dio un airón y se
le quedó la boca cambada.
Hasta la plaza se queda enyugada
de ver tantos paseantines que van del tingo al tango, con lo feliz que es contemplando las alilayas infantiles.
Texto y fotos, Virginia
En mis años chicos, La Laja era un mundo de charcos, bucios escondidos,
cangrejillos ermitaños, burgados de caparazón enroscado. Íbamos a La Laja
cuando no había cemento, ni barcas, ni tampoco colillas. Metíamos las manos en
los huecos festoneados de mujos por ver si éramos más listos que las fulas o
los pejes verdes, con la ingenuidad de la infancia, con la misma ingenuidad con
la que cargábamos un mirafondo presumiendo de conocer algo de la pesca y sus
artes.
Vista desde la terraza de mi
casa, La Laja era a marea llena como el lomo de una ballena varada en la
orilla. Con la bajamar, parecía más bien una tortuga, de bordes ocres, blancos
y marrones, un bicho enorme y paciente, anclado allí para recorrerle la piel de
basalto que nos ofrecía, a tramos lisa, a tramos erizada y siempre reluciente.
En la punta, el mar se revolvía
amenazante y dejaba ver unas algas como cabelleras pelirrojas. Esas algas nos impregnaron de un aroma oceánico que, sin
percibirlo, cruzó la piel para alojarse en un lugar profundo ya para siempre.
Quiero pensar que los niños que una
tarde columbré en esa esquina marina con sus cañas y aparejos, también saben de
los charcos y de los peces, de burgados y de erizos. Y del olor que, como a mí,
se les quedará en algún lugar cercano al corazón. El olor de La Laja.
Texto y fotos, Virginia