viernes, 26 de febrero de 2010

Búsqueda

¿Dónde estaría el niño?
¿Subiendo los peldaños?
¿O jugando con las estatuas?
¿Se lo habría llevado la cigüeña?





No encontré ningún niño
La escalera estaba vacía
Las estatuas sonreían y la cigüeña era de madera.



Cayó la noche, se iluminó la ciudad



Los conos de setos escondían algún secreto
Pensé en Antonioni y su Blow Up



Llamé a la puerta
Allí estaba, convertido en gato






Fotos, Virgi
enero 10

domingo, 21 de febrero de 2010

Nubes

_ Abuela, quiero ir a la Tierra, dijo la nubecilla, despeinada y libre.
_ Ni se te ocurra
_ ¿Por qué, abuela? ¡Desde aquí la veo tan hermosa! Ese mar azul que sobrevolamos, las montañas, unas altas y otras tímidas, las colinas y los ríos. Las cordilleras que acariciamos dulcemente… ¿por qué no puedo ir?
_ Niña mía, la Tierra no es sólo lo que vemos desde lo alto. Allí hay miseria y pobreza, guerras, sangre, chiquillos viviendo en basureros, niñas explotadas, ancianos que vagan por las calles, nimbados de tristeza. Bosques que arden, ciudades llenas de humo…
_ Abuela, ¿y no hacen nada?
_ Creo que no, los humanos llevan milenios sobre la Tierra y han realizado obras hermosísimas, pero también portan con ellos la necedad y la ambición, el deseo de poder y de venganza, la envidia y la destrucción.
_ Abuela, me siento triste…mejor no bajo, cántame una canción entonces.

La nube, oronda y compacta, plácida como era, cantó. Y llovió sobre la Tierra una canción de esperanza.
No sabemos si alguien la escuchó.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Leer, leer, leer (7)



Tenía nueve o diez años y descubrí a Robinsón Crusoe.
Habían caído en mis manos varios ejemplares de la Colección Juvenil Cadete, entre ellos “Dos años de vacaciones”, “Los tres mosqueteros”, “La cabaña del tío Tom”, “La isla del tesoro”, libros heredados de hermanas mayores, furibundas lectoras que contribuyeron a mi voracidad de deslizar la vista por cualquier papel impreso.
Pero fue Robinsón, el de las pieles paseando bajo la sombrilla, sobre la arena de una playa desierta, el que me conquistó.
Planeaba junto a él, qué materiales habríamos de recoger de aquel bajel encallado entre los arrecifes, cuáles de las maderas serían mejores para la empalizada, dónde sembrar las pocas semillas que pudimos encontrar.



Marcó este personaje una parte de mi vida, hasta el punto de ponerme a pensar, ya de adulta, qué cosas necesitaría en caso de verme en una situación similar. De ahí partió mi interés en cargar siempre una navajita, a la que le dí un gran uso en esos años: partir fruta, hacerme un bocadillo, cortar pequeñas ramas para moldearlas, hacer marcas o, simplemente, presumir de ella.

Llegué al punto de desbastar un tronco, con su cuchilla, poco a poco, día tras día, para hacer un poste, esbelto y firme, donde colocar las señas de unos amigos. Hasta esa dirección, casi perdida en medio de una zona boscosa, volví hace unas semanas. Allí me esperaba el tronco, aún pintado con los colores que una vez le puse y en el que se posan las cartas, los pajarillos y las nubes.
Creo que incluso Robinsón recuerda el tronco que me ayudó a lijar, mientras charlábamos a la sombra de su parasol solitario.

viernes, 12 de febrero de 2010

Recorrido


Abrí la puerta.
No tuve que seguir la señal.



Salté la valla.
Allí donde el ciprés también escapaba.



Di un paso.
Luego otro y otro.
Brillaron los adoquines bajo la sombra de mi cuerpo.




Mi cuerpo que corría en pos de los rododendros en flor.
De un tren veloz que pasara,
de norte a sur, tal vez,
con ocasos entre colinas y un mar de trigo meciéndose bajo la luna.
En pos de la silueta de las nubes,
de los tilos deshojados en otoño.
O quizá,
y sólo,
por sentir el aroma del río en el remanso.




Fotos, Virgi
2010

sábado, 6 de febrero de 2010

Conversación

En el centro de la plaza, sentado en el escalón de la fuente, había un niño. Menudo, pecoso, con pantalones de peto, sonreía mirando a lo alto. Llevaba así largo rato, mientras lo observaba desde la terraza de un café cercano. Pensé que esperaba a un amigo, su hermana, la madre.
Con lentitud se sucedía la tarde, que reposaba como yo misma, después de haber recorrido una ciudad soleada, con portales renacentistas y palacios barrocos. Algunos perros, dos ancianas, una pareja que se ama, el repartidor de cerveza acarreando barriles plateados. Sobre los adoquines, latía la vida. Y el chiquillo, embobado en algo que yo no alcanzaba a ver.
Me distraje un tiempo con un periódico olvidado. Después de hojearlo, mi vista encontró de nuevo al niño. Intrigada por aquel sosiego impropio de su tamaño, me dirigí a él. Con naturalidad insospechada, contestó a mi pregunta:
- ¿No lo ves? Hablo con la casa.
Alcé la vista. Comprobé una vez más que en la infancia nos podemos comunicar con una facilidad extrema, sólo hay que tener los ojos abiertos, como los tenía la casa que hablaba con el niño.



Dedicado a Pedro Glup,
quizá niño cuántico.
Ahora alquimista de palabras.




Foto: Virgi
Görlic, enero 2010

lunes, 1 de febrero de 2010

Incógnitas




Me perdí entre la niebla. Figuras fantasmales susurraban heladas frases de desamor. Recordé las novelas de misterio en el Londres de la imaginación infantil. El aire, gélido, circulaba una y otra vez a mi alrededor, envolviendo en jirones mi alma. No sabía dónde estaba. Caminaba sin rumbo hacía horas, como poseído por una batería sin fin, como aquellos muñequillos de cuerda que nunca se paraban, si acaso, caían desde el borde de la mesa, al precipicio cercano del suelo. Con las manos en los bolsillos de una chaqueta de cuero, gastada y sentimental, no tenía sino unas pocas monedas y una tarjeta con un nombre del que no recordaba su semblante. Sólo sentía el frío y una voz que me decía una y otra vez: “Vete, aléjate”.
Y ahora me encontraba allí, entre los páramos húmedos de un lugar desconocido. Un cuervo graznó, estaba cerca, levantó el vuelo desde una rama sin hojas. Las alas negras acentuaron mi soledad.
A lo lejos, oí el rumor de un motor, leve como el vuelo del ave.
Una luz apareció de pronto. Solo entre la niebla. Recordé un cuadro de Georgia O’Keeffe con un semáforo en rojo. Me estremecí.
¿Sería yo la víctima de una narración en un blog? ¿O guardaba una daga manchada bajo la solapa de cuero? ¿Era yo el que caminaba en la espesura de la bruma o era el asesino que me perseguía dentro de mí mismo?
Frente a tantas dudas, no supe qué sendero escoger. La voz seguía sonando con idéntica frase. Únicamente sabía caminar y escribir.
Y es lo que hago. Espero descubrir adónde voy, de dónde vengo.