-Me gusta el azul.
Por encontrarlo, allá se fue él.
Azul del arco y la sombra.
_Me gusta el verde.
Volví a la casa donde la había conocido. No ví los gatos durmiendo al sol, ni al perro que gruñía por puro formalismo. Seguían los geranios, las calas y las magarzas, con los pétalos relumbrando en una primavera anticipada. El patio en el que me aguardaba, tampoco tenía pequeñas hierbecillas entre las lajas relucientes. Por la puerta, casi desencajada, un tenue haz de luz donde titilaba el polvo adormecido que se despertó con mis pasos.
Era el lugar en el que me contaba de su infancia, entre cabras, barrancos, huertas con higueras y almendros. Y de su juventud sin escuela, caminando de unos caseríos a otros donde vendía quesos y verduras. Para luego comprar aceite, azúcar, café. La cocina, un cuartito acogedor, con las paredes tiznadas de cocinar con leña, tenía una pequeña mesa con un hule de flores y varias sillas y banquetas desiguales. Allí conocí palabras como “noriegas”, “camocho”, “empericosado” y probé sus potajes de berros, cogidos en la humedad de la fuente cercana y donde fui tantas veces a jugar con los niños.
_ Si por fuera de una casa, ves ropa tendida, es que hay gente, me dijo un día, con ese sentido de síntesis que tienen los ancianos y que a nosotros nos parecen inútiles obviedades.
Por eso supe que ya ella no estaba. Quizá había dejado las trabas de la ropa para que yo las viera al llegar. Aún así, bajé a la cueva donde guardaba las papas, el pequeño tonel de vino de su cosecha, una cómoda desencajada, y en la puerta, la cruz que alejaba los infortunios.
Todo era un rumor de su ausencia, seguramente de negro, encorvada y con bastón, tal como la conocí.
Las pinzas cuelgan de la liña, amontonadas por el viento del sur, desvaídas.
No puedo saber cuánto hace que partió, pero todo lo que ella tocaba, con candor, me entona una despedida.
Fotos Virgi,
(sur de Tenerife)
Matteo, hermoso muchacho,
te ví en aquella capilla oscura, rodeado de ángeles y de personajes, en un Descendimiento abigarrado, luminoso, pintado por el Pontormo El fulgor inesperado de sus colores iniciaba una bifurcación en el sendero deslumbrante del Renacimiento. Arriba, en las lunetas, los apóstoles de Bronzino
Uno de ellos, tú, con un pergamino en la mano y el querubín que te admira… (¿o te protege?)...me llamaste. Te miré. De tus labios entornados salía un cántico. ¿Por qué pensé que era mi nombre? Tal vez deseaba quedarme a tus pies escuchando la melodía, que, como un mantra, repetías. O no era una cuestión de alma, sino de cuerpo.
Y no quería pensarlo. No en el rincón sombrío desde donde te asomabas a la vida. No. Me hubiera gustado encontrarte en el Puente Vecchio, pasear sobre los adoquines florentinos y acariciar tu torso desnudo a las orillas del Arno, terso y brillante como tu piel.
No era a mí a quién llamabas. Sería una alucinación o una forma del síndrome de Stendahl, nunca lo supe. Lo cierto es que pareces escapar cuando aún te contemplo.
Dime:
¿Hubieras huído conmigo?