viernes, 16 de diciembre de 2016

Oropel



Era el domador lo más fiero del circo: corpulento y macizo como un Hércules, de reluciente mostacho húngaro y unas botas casi de la Gran Guerra. Su aparición en la pista dejaba callados a los espectadores y temblando a los felinos. La melena más imponente de cualquiera de aquellos reyes de la selva no era comparable al bigote inmenso y poblado del domador. 
Tenía prestancia de cosaco orgulloso, y los botones dorados sobre la casaca roja, unidos a los ribetes brillantes en el ropaje, le conferían una luminosidad cautivadora. Con el látigo daba unos trallazos que removían la carpa, los postes y las gradas.
Las fieras, temblorosas, atravesaban el aro de fuego o subían a las menudas sillas con la parsimonia exigida, obedeciendo sin atisbo alguno de rebelión.

Cuando terminaba la función, el domador dormía plácidamente en la caravana, ajeno a rugidos, sangre, garras y colmillos,  rodeado de sus animales preferidos, los suaves peluches recolectados en sus giras por el mundo.





Texto y foto, Virginia

domingo, 11 de diciembre de 2016

Morriña



Recuerda que tiene un paraguas de su padre y lo busca en el armario antiguo; allí está, con su mango de hueso y las varillas algo oxidadas. 
Al intentar abrirlo, le caen unas gotas de lluvia, llevan allí como cincuenta años y no han perdido el aroma al invierno de su infancia.



Texto y foto, Virgi

jueves, 8 de diciembre de 2016

Leer, leer, leer XXVII




Entre los libros que he leído últimamente, sobresale poderoso, “Ropero de la infancia”, de Patrick Modiano, a quien reverencio sin fisuras. Como hace una y otra vez el autor, deslía y lía la madeja de sus vivencias, nombrando gentes y lugares, pero siguiendo siempre un hilo fino y sutil, tanto, que pareciera que él mismo se distrae contándonos otras cosas. Mas no, en los rompecabezas delicados de sus obras, brilla una especie de magia que, de pronto, cuando menos lo esperamos, hace aparecer ante nosotros el corazón palpitante de la novela. 
Bueno, en su caso decir “novela” no es exacto, pues juega el escritor más que con una trama, con todo un cúmulo de recuerdos, sensaciones y flashes intermitentes que matizan sus obras y nos conducen por un páramo insólito e inesperado, festoneado de fantasmas veraces, fantasmas de su infancia y juventud, personajes misteriosos, unos de vodevil, otros vividores, mujeres  excéntricas, hombres de vidas oscuras y negocios negros, o como en este caso, una niña que nunca volvió a ver y con quien tiene una deuda que lo tortura.

Modiano en estado puro, poco más de ciento treinta páginas que acabo con ganas de empezarlo otra vez.







Otro libro que me pasó una amiga, “La balada de Iza”, de Magda Szabó (escritora húngara fallecida en 2007), cuenta una historia triste, de esas que dejan un poso de melancolía, pues sientes  que ninguno de los personajes vive con un mínimo de felicidad. Es una narración centrada en una madre recién enviudada y su hija, doctora en Budapest. 

La madre, apegada a sus costumbres de pueblo, ahorradora, educada, tranquila. Iza, la hija, crecida durante los años del comunismo, es responsable, trabajadora, recta, estricta. Los desencuentros entre una y otra, el afán de la hija porque su madre esté cómoda en un lugar que no es el suyo, el deseo de la otra por agradar a su hija, viviendo sin sus pequeñas cosas de siempre, la ciudad inhóspita…todo un cúmulo de detalles van tensando la cuerda entre ambas. Iza, admirada por sus padres, vecinos y colegas, llega incluso a caernos antipática, aún cuando cumple su misión filial con extrema dedicación. Pero así como sus contornos están bien definidos, el interior está plagado de dudas, miedos, insatisfacciones. Cerca, muy cerca, Antal, su ex marido merodea dulce y atento, pendiente de la madre a quien profesa un gran cariño.

Una historia que muestra el complicado mundo familiar cuando los hijos se independizan,  pero se sienten en la obligación de cuidar a sus progenitores, sin que ni unos ni otros sepan encontrar el punto común que tuvieron alguna vez y que quizás nunca existió.





Christopher Morley escribió “La librería ambulante” en 1917, yo la descubrí casi un siglo después y he vuelto a releerla hace poco. Tal era el recuerdo dulce y  entrañable que tenía, que sólo pensarla me salía una sonrisa placentera. Así es esta novela, un libro de carretera o una carretera llena de libros, o mejor, un carromato que va dejando libros en las granjas americanas de principios del s. XX, en una suerte de alegoría del reparto del bien a través de una mujer que, cansada de sus labores, arriesga los ahorros para recorrer estado tras estado, acompañada por un caballo y un perro. Una obra considerada clásica en las letras norteamericanas, deliciosa y embaucadora. Un homenaje sencillo y transparente a la afición a la lectura, a la libertad y a unos valores ya casi desaparecidos.

Con decir que el carromato se llama “Parnaso”, que también surge el amor en algún recodo del camino y que hay –vuelvo a repetirlo por si no se ha notado- libros, muchos libros, ya he dicho una parte importante de este pequeño y sencillo tesoro de la literatura, que con certeza gustará a todo el que lo lea.

domingo, 4 de diciembre de 2016

Alivio


Frente a la página en blanco, el escritor se mueve inquieto; tiene tantos personajes que bullen en su mente, tantas historias que decir, que no sabe por donde empezar.

Como en otras ocasiones, arranca la hoja, la rompe en trocitos y se levanta complacido. Una vez más ha exorcizado sus pesadillas, en cada uno de los pedazos ha muerto una historia que no lo perturbará más
.






Texto y foto, Virgi

jueves, 1 de diciembre de 2016

Pupila y palabra XLII



Otoño


Otoño, caballero de amaneceres y ocasos deslumbrantes sorprende en cualquier sitio. Arrebolado, naranja o granate, con cielos de nubes altas o cúmulos tumultuosos, pinta las tardes y tiñe de asombro el alba. Se manifiesta como un “fauve” eterno, uno de esos muchachos que a principios del s. XX rompieron cánones y renovaron la pintura. En la primavera de sus vidas, sin parar en mientes, arrollando con sus tonalidades vivas y audaces, inconformistas, libres, apasionados, quisieron cortar academicismos y se lanzaron de cabeza al océano del color.

Si es hermoso siempre Madrid, en otoño tiene una luz particular. Y si coincide con la luz del “fauvismo” (en una exposición de la Fundación Mapfre), hay algo en los rayos del sol poniente que pertenece a esos pintores, así como ellos a la fuerza y vitalidad de la cambiante naturaleza.

Vlaminck, Derain, Matisse, Manguin, Marquet, Camoin, Puy, Rouault…, un abanico de artistas transgresores, que se retrataron unos a otros, viajaron al sur para pintar la luminosidad mediterránea -camaradas compartiendo la alegría de la juventud y la libertad de elegir su camino- y como fieras salvajes (así fueron catalogados en su primera exposición conjunta en 1905) realizaron vibrantes obras que después de un siglo, enardecen a quien las contempla.


La paleta otoñal de Madrid se acrecienta con la pintura de estos chicos valientes, y salgo dispuesta a enfrentarme al frío, las nubes y la lluvia. 

Llevo en la piel todos los colores salvajes.

Maurice Vlaminck


 André Derain




Henri Matisse


Henri Manguin


Albert Marquet


Charles Camoin


Jean Puy



George Rouault








Texto y fotos, Virgi