Llegué hasta la estatua de sal.
Con mi lengua, pertinaz y consecuente, fui desgranando los cubos salados que cubrían su piel.
Así, logré arribar primero hasta un lóbulo. Pudo oírme.
Continué luego por la nariz. Entre el puente y las cejas abrió un párpado y me miró. Aún no tenía ningún reflejo en el iris, pero los ojos brillaban al sol y percibí el ritmo levísimo de su respiración. También sacó la lengua, rozándola con la mía. Le adiviné unos dientes de roca y ámbar.
Seguí, lentamente, por los brazos y las piernas. Saboreaba la sal de su cuerpo, que lo cubría desde siempre. La sal de siglos, que se evaporaba, despacio, entre mis labios.
Sentí el bombeo de la sangre colmando las arterias. La piel ya era tersa y húmeda, resplandeciente en el ocaso.
Me sonrió agradecido.
Cuando hube acabado, quise abrazarlo.
No pude, ahora era yo otra estatua de sal.
Foto Virgi
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