jueves, 29 de mayo de 2014

Pupila y palabra XXXVIII

Joven con bufanda roja





Se acercó al fin a la orilla soñada y, con la arena pegada a las suelas, dejó los zapatos en una roca. Sus pies, blancos, suaves, recibieron el agua abrazándola con los dedos abiertos, mientras en las pálidas uñas se reflejaba el azul del cielo. La brisa se le enroscaba en la bufanda roja y llenaba de sal la urdimbre de sus ropas.
Así estuvo horas, hasta el ocaso. Entre ola y ola, el joven mecía los pensamientos junto a los pececillos, las estrellas de mar y las algas que le acariciaban los tobillos. Con el vaivén marino, se le mudó la tristeza a algún lugar desconocido y reconoció en sus venas un latido nuevo y a la vez, primigenio. Allí delante tenía el mar de sus deseos y nada era igual y todo era distinto.
Un olor de sal, un sabor de agua, un color líquido. Era como un nuevo lenguaje que empezaba a bullir dentro y se expandía a través de la piel y las articulaciones.
Incapaz de moverse, la marea iba subiendo, lenta y segura. A ratos le descubría pequeñas piedras, brillantes en la tarde. Otras le salpicaba el rostro, y de la gorra liviana y ajustada le caían unas gotas como pétalos.
Olvidado de todo, de cuál es el lugar al que ha de tornar, de si es ayer, hoy o mañana, el joven se siente anclado al paisaje marino como un noray, como un mascarón de proa cruzando los océanos, como un mástil clavado en la costa después del naufragio.

No espera nada, nada desea, sólo sentir que está hecho de agua y espuma.



Leon Spilliaert , 'Young man with red scarf' 1908






 Para Tesa, con todo el mar posible.

Y gracias a Marie Genevieve
por su infinito y delicado abanico de belleza,
                                          donde encontré a este artista.




   Foto y texto, Virgi

sábado, 24 de mayo de 2014

Reajuste




Decidido a cambiar de vida, abrió el armario y la poca ropa que tenía la metió en la caja que aún guardaba de la televisión, comprada para su novia en la última navidad. En la zapatera, sólo dejó los tenis, le recordaban los buenos tiempos en que hacía deporte. La renqueante puerta de la alacena le dejó ver alimentos caducados, latas de sardinas oxidadas, un par de estanterías con manchas de aceite y paquetes de pasta a la mitad. De un par de manotazos, lo echó todo en otra caja, la del ordenador que habían cambiado antes de que se largara. Del anaquel del baño, todo la recordaba, hasta el espejo, así que, con inusitada parsimonia, lo descolgó, arrastrando al suelo lo que tenía encima.

En la solana, con los cubos sucios y los trapos retorcidos, hizo un paquete, hasta los productos de limpieza le olían a ella. 





Se sentó en el sofá, ya había
quitado las fotos, las copias 
expresionistas que a él 
nunca le gustaron, los 
ridículos bibelottes 
que traía de sus viajes 
y que tan orgullosamente
le enseñaba.





En la habitación casi vacía, se colaba una iridiscencia luminosa por las persianas chinas. Éstas no, éstas las había comprado él hacía poco, unos días antes de su marcha. Ahora, la luz y sus sombras jugaban a distraerlo. Cerca de la puerta, los bártulos que había ido amontonando parecían quejarse, un rumor de tristeza se colaba entre las rendijas de los cartones.


Le resultó fácil hacer limpieza, más difícil sería empezar de nuevo. Sin ropa, sin comida, sin pasta de dientes, sin un zapato decente con el que ir al cine. Luego, la segunda fase, esa en la que tenía que olvidar el aroma de su piel, el taconeo por el pasillo, las discusiones por naderías y las ensaladas de fruta a medianoche.





Y más tarde, lo peor, encontrarla en la oficina, tocar en su puerta  y, sin que ni siquiera lo mire, dejarle el café con sus pastas preferidas, justo las que él le regaló a poco de conocerla.
Ahí radicaba su mayor disgusto, ver de reojo el sillón giratorio donde se sentó durante años, la mesa antigua que trajo del rastro e, incluso, dominando el despacho, el paisaje pintado por su ex mujer, a la que dejó plantada cuando contrató a quien ahora le pedía los extractos de las cuentas, un zumo a media tarde o los índices de la bolsa. 


 Fotos y texto, Virgi



lunes, 19 de mayo de 2014

Leer, leer, leer (XXII)


En mi época de pasión por el cielo, el término “años luz”, me evocaba estrellas y constelaciones, fulgores lejanos e incomprensibles, distancias infinitas y, sobre todo la pequeñez del ser humano frente al grandioso universo. 
Con James Salter (1925), vengo a comprobar que en su libro Años luz, también habla del trecho enorme que nos separa a los humanos unos de otros, aún cuando anidemos en el amor.

Los Berland, una pareja bien situada con dos hijas y una hermosa casa, disfrutan con la luz que ese pequeño sistema planetario reparte para todos. Mas, la distancia que hay entre Viri y Nedra es tan grande como para no poder acercarse uno a otra.

Años luz es un quiebro sereno a la aparente estabilidad de nuestro universo familiar, una fotografía de amplio espectro para captar la explosión lenta de una relación que nos regala sus luces sabiendo que las sombras también nos alcanzarán. 




Irene Nemirovski (1903-1942) no habla aquí de luces poderosas, no. Habla de una mujer que, en su empeño de no bajar del escalón social al que ha llegado, bella, rica y joven, manipula a quienes la rodean en pos de una admiración perenne, como aquella Jezabel bíblica. En ese uso continuado de los demás, enamora a un joven, casi un niño, y se la acusa de su muerte.  Quién es el chico o cómo la conoce, son datos que se desvelarán tardíamente, mientras la vorágine de la existencia devora el deseo de vivir.
La escritora, como en otras de sus obras, refleja parte de su vida antes de ser asesinada en un campo de exterminio. La alta burguesía europea de entreguerras, viajera, casi siempre ociosa y culta, inmersa en fiestas y conciertos, emerge en esta pequeña historia, concisa, afilada y luminosa, una estrella más en la órbita de la escritora.





La capacidad de Sándor Márai (1900-1989) para captar los pliegues del alma es asombrosa. Esos rayos de luz que se cuelan entre las cortinas de nuestra existencia, el resplandor momentáneo, un brillo inatrapable…, todo lo captura Márai con la maestría de quien escribió El último encuentro o La herencia de Eszter. En La gaviota nos muestra a un importante funcionario en el momento de redactar una nota trascendental para su país. Justo cuando acaba, por la puerta de su despacho aparece una joven (aparición real y perfecta de aquel amor que perdió para siempre), desprendiendo una luminosidad extraña e inesperada, una estrella con luz propia que el hombre querrá atrapar nuevamente. Un relato exquisito, ambientado en las orillas del Danubio, donde el seguro y sereno fluir del río acompañará la relación, sabiendo que al final, todas las aguas van al mar, bajo el cielo eterno y las lejanas galaxias.



 Foto y texto, Virgi

miércoles, 14 de mayo de 2014

15M





El 15 M, un rayo de luz 

colándose

por la puerta tapiada 

de la esperanza









Celebración del 15M
en
La colina naranja.



Participo con
y dos fotografías. 


Fotos y texto, Virgi



martes, 6 de mayo de 2014

Teorema









Enamorada de Pitágoras,  su mirada iba calculando los cuadrados de cada cateto que encontraba. Entre operaciones pasaba horas, a la espera de que el sabio griego le ayudara en la raíz cuadrada del tiempo y sus efectos.

No le bastaba con aquel galimatías, ahora se empeñaba también en aplicarlo a la hipotenusa de la existencia, como si un teorema pudiera resolver sus dudas. Entre senos y cosenos, se distraía de la verdadera línea que iba trazando su vida, más un complicado número áureo que una recta de un punto a otro.




Fotos y texto, Virgi