Se acercó al fin a la orilla soñada y, con la arena
pegada a las suelas, dejó los zapatos en una roca. Sus pies, blancos, suaves,
recibieron el agua abrazándola con los dedos abiertos, mientras en las pálidas
uñas se reflejaba el azul del cielo. La brisa se le enroscaba en la bufanda
roja y llenaba de sal la urdimbre de sus ropas.
Así estuvo horas, hasta el ocaso. Entre ola y ola, el
joven mecía los pensamientos junto a los pececillos, las estrellas de mar y las
algas que le acariciaban los tobillos. Con el vaivén marino, se le mudó la
tristeza a algún lugar desconocido y reconoció en sus venas un latido nuevo y a
la vez, primigenio. Allí delante tenía el mar de sus deseos y nada era igual y
todo era distinto.
Un olor de sal, un sabor de agua, un color líquido. Era
como un nuevo lenguaje que empezaba a bullir dentro y se expandía a través de
la piel y las articulaciones.
Incapaz de moverse, la marea iba subiendo, lenta y
segura. A ratos le descubría pequeñas piedras, brillantes en la tarde. Otras le
salpicaba el rostro, y de la gorra liviana y ajustada le caían unas gotas como
pétalos.
Olvidado de todo, de cuál es el lugar al que ha de
tornar, de si es ayer, hoy o mañana, el joven se siente anclado al paisaje
marino como un noray, como un mascarón de proa cruzando los océanos, como un
mástil clavado en la costa después del naufragio.
No espera nada, nada desea, sólo sentir que está hecho de
agua y espuma.
Leon Spilliaert , 'Young man with red scarf' 1908
Para Tesa, con todo el mar posible.
Y gracias a Marie Genevieve,
por su infinito y delicado abanico de belleza,
donde encontré a este artista.
Foto y texto, Virgi