jueves, 30 de diciembre de 2021

Correrías de infancia

De chiquilla subí unas cuantas veces  a la torre de la iglesia, la valiosa iglesia de Santa Catalina Mártir. Algunas en compañía de Pepe el Cartero, sacristán como fue luego su hermana Catalina, exquisita caladora y hacedora de bellísimos ramos, de calas, rosas de pitiminí, gladiolos, flores variadas que adornaban los altares del templo. Con ella transité  rincones como la parte alta del coro, que siempre estaba cerrada, la sacristía y sus tesoros de alhajas, manteles y objetos sagrados. Más de una vez le ayudé a colocar los paños negros para tapar las imágenes en la Semana Santa, a barrer y a limpiar el polvo de los bancos.

En otras ocasiones también acompañé a mi hermano para tocar a misa, pues fue monaguillo durante un tiempo, y precisamente con dicho sacristán aprendió los diferentes repiques necesarios para cada ocasión. Si era solo “doblar” para los entierros, se podía hacer mediante una cuerda desde el primer piso, para otra clase de toques había que subir hasta el final de la torre.

Primero había que ascender la escalera interior de peldaños de madera que acababa en una pequeña puerta y un balconcito donde siempre hacía frío. De ahí se subían tres pisos más hasta llegar donde las campanas, por unos escalones frágiles, renqueantes, a punto de quebrarse. Seguía el frío, cuando no el viento, pues los cuatro lados de la torre tenían grandes huecos, era como estar a la intemperie. 


Desde arriba se divisaba todo el pueblo, la línea boscosa de Agua García hacia el sur, y las montañas de Guerra, La Caridad (creo que también llamada Albornoz) La Atalaya y Piconera (o de Los Naranjeros), sobre el noreste. Debajo veíamos el cementerio, el Barranco de Guayonje que pasaba entre las huertas familiares, la plaza hermosa de piedras y muros recios, la casa de Filomena enfrente, la de la carnicera, la de mi bisabuela Pilar con su patiecillo y en él, la bomba para sacar el agua del aljibe. Pasando la calle, la de don Cristóbal Castro y más abajo, una preciosa y antigua que desgraciadamente se quemó, donde vivía otro de nuestros amigos.

Yendo hacia El Marañón se vislumbraban las ventas de Rosa y seña Angela, un vistoso balcón canario y el pino que vigilaba la calle. A lo lejos, el Teide, señor de la isla. Del lado marino, los acantilados que impedían divisar la costa, acantilados de cuevas y oquedades donde habitaron los guanches antes de la conquista castellana.  Por la entrada de la iglesia, teníamos la calle -y nuestra casa- hacia el El Cristo o La Estación, una bordeada de acacias, otra de varias edificaciones con solera, como La Casona y algunas más.

Subir a la torre estaba prohibido por su peligrosidad, pero ¿cuántas cosas hemos hecho en la infancia aunque nos digan que no las hagamos? Pequeños e inocentes actos que nos hacían crecer a ojos de nadie, solo a los nuestros.

La torre de Santa Catalina, vigorosa, bien sustentada, aguarda que vuelva a visitarla, ahora que han restaurado la iglesia y que el ascenso es seguro. Subiré hasta tocar el bronce  de las campanas, sin las cagadas de las palomas, sin aquel frío de la infancia, sabiendo que mi madre me ve desde algún sitio donde seguramente sonríe, cavilando cuántas cosas hicimos sin que lo supiera.

Como subir a la torre y dominar todo el pueblo, un privilegio que solo tenía algún monaguillo y su hermana en una infancia sana y sencilla, en un pueblo tranquilo donde se jugaba en las calles y los barrancos, sin horarios, miedos o inseguridades.

La torre de Santa Catalina, se divisa desde lejos y yo, desde ella, divisaba mi mundo, el que contenía todo lo imprescindible. Con él crecí y a él acudo de tanto en tanto, sabiendo de la generosidad de sus recuerdos.

 

Texto, Virginia

Foto con mi hermano del archivo familiar

Fotos de la iglesia obtenidas de las redes, sin autor especificado

lunes, 27 de diciembre de 2021

Los Granelitos

 

Dejamos el coche en la misma curva de otras veces, en Vera de Erques, pero esta vez no íbamos a Las Fuentes, ese paraje delicioso sacado de un tiempo perdido. No, queríamos llegar a Los Granelitos (tal vez sea Graneritos), una casa abandonada en lo alto de una loma.

Pegada a la carretera, sigue estando la era con aljibe y lavadero, restos admirables de días no muy lejanos. Avanzando un fisco por la vereda, se deja al margen un hermoso horno de tejas (que podría conservar un estado perfecto si no fuera por un trozo de pared derrumbada, ay, qué poco costaría recuperar esta muestra de antiguos quehaceres) y algo más adelante se encuentra  otra era,  adornada en un borde con una cruz de flores marchitas.

Viene luego un corto repecho óseo con muretes  a los lados. De una parte, la casa de Montiel; de otra, un nuevo aljibe y tres piedras de lavar con un pequeño banco. Unos metros después, se adivina un sendero descuidado, repleto de matorrales, lo suficiente para obviarlo e ir a campo través. Se cruzan bancales arrumbados, y conducciones de agua entre pedruscos, abundante matacán, jaras, retamas, beroles, algunos pinos jóvenes y tabaibas reverdecidas.



Hemos llegado a Los Granelitos.


Varias edificaciones sencillas, en línea, con huecos mirando al océano. Una situación envidiable si no fuera por la distancia, algo que a nuestra cómoda visión nos parece engorroso, pero muy usual en el pasado. El techo de tejas todavía en pie cubre un recinto con piso toscamente empedrado y huecos amarillentos y resinosos, debido a la tea que los recubre. Al lado, unos puntales estoicos aguantan lo que resta de la techumbre, con pinta de ser estancia de animales.


Mayor refinamiento conserva una habitación amplia, casi lujosa para el lugar en que se halla, de piedras esquineras, azotea con escalera ya inexistente, pisos y techos de madera, un buen espacio donde pasar las frías noches invernales.

Cerca, yendo hacia el Barranco Bicácaro volvemos a tropezar con otro aljibe, lavadero, cuevas para animales, goros con paredes de piedra seca.

Me fascinan estos lugares aislados, inmersos en plena naturaleza, donde el barro y la cal se amasaron para crear un ambiente habitable, el sustento era lo con lo esencial, el agua, escasa, las comodidades mínimas, y el esfuerzo, de una tenacidad infinita. El circo de Las Cañadas, detrás, lejos. El mar, al frente, igualmente lejano. La gente, allí, en  medio de todo y de nada.

 

Son estas viviendas testigos silenciosos de una vida pegada a la tierra y a la lluvia, a las estaciones, a las piedras de los caminos, a los barrancos y los árboles. Las casas regadas por nuestra geografía isleña languidecen sin que les pongamos la atención que merecen. Espacios que supieron de alegrías, amores, sacrificios, enfermedades, vida y muerte, caen lentamente, a merced de la misma naturaleza que los vio crecer y de la dejadez de quienes debiéramos mantenerlos.

Texto y fotos, Virginia

sábado, 18 de diciembre de 2021

Benchijigua

 

Aunque nos venga la imagen de un barco que enlaza La Gomera con Tenerife, Benchijigua es originalmente el topónimo de un vallecito  abrigado y bucólico bajo el Roque Agando, antigua chimenea volcánica que domina una gran parte de la isla. Este roque, un pitón fonolítico que emerge con fuerza junto a otros de parecido rango, cuida con mimo este rincón, antaño tierras preferidas por los Condes de La Gomera debido a sus excelentes tierras de cultivo, regadas con aguas provenientes de los frondosos bosques cercanos.

Está catalogada la zona como Reserva Natural Integral por los numerosos valores que contiene -como algunas especies endémicas en peligro- pero aunque no conozcamos ninguna, nos bastaría con la imagen idílica que nos regala nada más ir bajando por la pista de tierra mientras zigzagueamos entre rocas, pinos, palmeras y monte verde. Benchijigua tiene una atracción innegable, solo tenemos que ver las casitas zanquiadas aquí y allá, un antiguo galpón que en un tiempo fue venta y bar, una presa más abajo, la ermita de San Juan con una era cercana, las terrazas de cultivo casi todas abandonadas y el verdor del valle cubriéndolo todo.

Actualmente se ve el caserío renovado, preparado para estancias de extranjeros que quieren pasar unos días en medio del trinar de los pajarillos, el rumor de algún manantial cercano y el ulular de los pinos en la noche silenciosa. Y digo extranjeros porque suelen ser ellos los que valoran nuestros paisajes, echándose a los caminos solo por recorrer los preciosos senderos que tiene la isla, para luego buscar albergue en alguna de las viviendas tradicionales canarias, casi todas de reciente restauración. Albergue que les servirá para echarles el ojo a unos muros abandonados y que en nada convertirán en una casa bien coqueta, adornada con magarzas, escobones o tajinastes gomeros. El ojo de los extranjeros no suele ser el mismo que el de los canarios que, o bien obviamos la belleza de la sencilla arquitectura de nuestros antepasados, o la transformamos con balaustres, amplios garajes, balconadas ventosas, césped imposible, enroscadas verjas.  

Y precisamente Benchijigua pertenece a la firma noruega Olsen y Cía.,  familia afincada en Tenerife desde principios del siglo XX, y andando el tiempo, dueños (después de diversas vicisitudes largas de explicar) de toda la lomada de Tecina y otras extensas propiedades en el sur de La Gomera. Entre ellas, el  lugar al que nos referimos, con un rico manantial que las ha dotado del agua necesaria para sus proyectos agrícolas y más tarde turísticos. Así que Benchijigua, de nombre aborigen, palmerales ondeantes que abrigan el caserío de postal y de portal, es gomero y extranjero, lo que no quita para que, por fortuna, podamos regodearnos en uno de los paisajes más genuinos de la isla colombina.

He leído que a mediados del s. XVIII tenía unos diez vecinos, ahora los que tiene serán los que pernoctan en las casas restauradas, esos que vienen de Chequia, Alemania o Austria, con la ilusión de pasar unos días bajo el manto protector del roque. Dispuestos a subir y bajar los tajos profundos que surcan la isla, como el aledaño Barranco de Guarimiar, escalar La Fortaleza o humedecerse entre las frondas de la laurisilva.

La belleza de Benchijigua atrae desde antiguo al poder y los negocios, esperemos que su nombre ancestral la proteja de la especulación o el deterioro. Al menos el imponente Agando vigila como el mejor de los guardianes.

 

 Texto y fotos, Virginia

 

miércoles, 15 de diciembre de 2021

Ain Gazhal

 


Ocho mil años bajo tierra con los ojos abiertos. Así estuvieron las esculturas de Ain Gazhal, a pocos kilómetros de la capital jordana, siendo descubiertas en los años ochenta a raíz de unas obras.
Elaboradas con junco y yeso, nos miran limpiamente sin rastro alguno del tiempo que llevan en la oscuridad. Con la fuerza de unos ojos puros que nunca se cerraron, como criaturas recién nacidas, parecen interrogarnos acerca de un mundo nuevo y desconocido. Sus torsos burdos, agrietados y frágiles, conservan el toque de unas manos de hace milenios, las que amasaron el yeso, las que incrustaron el bitumen del Mar Negro, perfilando una mirada para la eternidad. Esa que nos conmueve cuando nos la  cruzamos.

Ocho mil años no son nada frente a unas pupilas que nos contemplan con  inquietante indiferencia. O tal vez sea con el asombro de verse en un mundo al que ya no pertenecen.


(Estas estatuas antropomórficas, conservadas en el Museo Arqueológico de Ammán, se consideran de las más antiguas en todo el mundo que hayan sido elaboradas a semejanza humana)


Texto y fotos, Virginia

miércoles, 8 de diciembre de 2021

Orfandad

 


Acércate, me dijo en un susurro, hace tiempo que nadie me acompaña. Le canté una nana, le conté un cuento, acaricié sus mejillas de metal, torné a cantar una y otra vez.

 Lo dejé durmiendo.


Texto y foto, Virginia

sábado, 4 de diciembre de 2021

Petra

 


La magnificencia de la ciudad de Petra es de tal calibre que abarca mucho más allá de contemplar la prodigiosa fachada denominada El Tesoro. Antes de eso, hay que recorrer un desfiladero de más de un kilómetro y observar en él las conducciones de agua a ambos lados, el pavimento en varios tramos, hornacinas para ofrendas o  bajorrelieves con diferentes simbologías.



Cuando acaba este cañón majestuoso y nos tropezamos con la bellísima portada recortada en la roca, aún nos queda mucho por ver. Tumbas, oquedades, escalinatas, dinteles labrados, una columnata romana, un antiguo árbol de pistachos junto al ninfeo. El Gran Templo a dos niveles de losas hexagonales, una iglesia bizantina, el espléndido teatro excavado en la roca granate, un santuario imponente, cuadrado y de altos muros. A lo lejos, bien alto, el Monasterio, edificación a la que hemos de llegar después de un arduo camino.



No queda aquí la cosa, todavía nos esperan las Tumbas Reales, un conjunto deslumbrante de huecos enormes embellecidos con portales que a pesar del deterioro por el tiempo y la erosión, no dejan indiferente. En la piedra labrada juegan a compás el trabajo humano y el de la Naturaleza, para sorprendernos con azules, rojos, negros, grises, amarillos, blancos. Una oleada de colores en techos, paredes, portadas, columnas, resultado del paso del tiempo sobre la arenisca.


Y si este despliegue de belleza nos apabulla, podemos solazarnos con los beduinos, sus burros y camellos que nos acompañarán todo el tiempo, envueltos los primeros (a pesar del calor) en ajados abrigos y chaquetones, mientras los pobrecillos animales esperan a que algún turista aproveche sus cuatro patas para aliviar el camino.


Los beduinos, habitantes de ese espacio durante largo tiempo, ya no se asombran de los que les rodea, para eso estamos nosotros, quienes vamos a Petra como en una peregrinación necesaria.


Una peregrinación de la que saldremos enriquecidos a la par que mudos. Muchas veces  las palabras no llegan a explicar toda la belleza. Es lo que pasa en la ciudad de Petra.


Texto y fotos, Virginia