De chiquilla subí unas cuantas
veces a la torre de la iglesia, la
valiosa iglesia de Santa Catalina Mártir. Algunas en compañía de Pepe el Cartero,
sacristán como fue luego su hermana Catalina, exquisita caladora y hacedora de
bellísimos ramos, de calas, rosas de pitiminí, gladiolos, flores variadas que
adornaban los altares del templo. Con ella transité rincones como la parte alta del coro, que
siempre estaba cerrada, la sacristía y sus tesoros de alhajas, manteles y
objetos sagrados. Más de una vez le ayudé a colocar los paños negros para tapar
las imágenes en la Semana Santa, a barrer y a limpiar el polvo de los bancos.
En otras ocasiones también
acompañé a mi hermano para tocar a misa, pues fue monaguillo durante un tiempo,
y precisamente con dicho sacristán aprendió los diferentes repiques necesarios
para cada ocasión. Si era solo “doblar” para los entierros, se podía hacer
mediante una cuerda desde el primer piso, para otra clase de toques había que
subir hasta el final de la torre.
Primero había que ascender la escalera interior de peldaños de madera que acababa en una pequeña puerta y un balconcito donde siempre hacía frío. De ahí se subían tres pisos más hasta llegar donde las campanas, por unos escalones frágiles, renqueantes, a punto de quebrarse. Seguía el frío, cuando no el viento, pues los cuatro lados de la torre tenían grandes huecos, era como estar a la intemperie.
Desde arriba se divisaba todo el pueblo, la línea boscosa de Agua García hacia el sur, y las montañas de Guerra, La Caridad (creo que también llamada Albornoz) La Atalaya y Piconera (o de Los Naranjeros), sobre el noreste. Debajo veíamos el cementerio, el Barranco de Guayonje que pasaba entre las huertas familiares, la plaza hermosa de piedras y muros recios, la casa de Filomena enfrente, la de la carnicera, la de mi bisabuela Pilar con su patiecillo y en él, la bomba para sacar el agua del aljibe. Pasando la calle, la de don Cristóbal Castro y más abajo, una preciosa y antigua que desgraciadamente se quemó, donde vivía otro de nuestros amigos.
Yendo hacia El Marañón se
vislumbraban las ventas de Rosa y seña Angela, un vistoso balcón canario y el
pino que vigilaba la calle. A lo lejos, el Teide, señor de la isla. Del lado marino,
los acantilados que impedían divisar la costa, acantilados de cuevas y oquedades
donde habitaron los guanches antes de la conquista castellana. Por la entrada de la iglesia, teníamos la
calle -y nuestra casa- hacia el El Cristo o La Estación, una bordeada de
acacias, otra de varias edificaciones con solera, como La Casona y algunas más.
Subir a la torre estaba
prohibido por su peligrosidad, pero ¿cuántas cosas hemos hecho en la infancia
aunque nos digan que no las hagamos? Pequeños e inocentes actos que nos hacían
crecer a ojos de nadie, solo a los nuestros.
La torre de Santa Catalina, vigorosa, bien sustentada, aguarda que vuelva a visitarla, ahora que han restaurado la iglesia y que el ascenso es seguro. Subiré hasta tocar el bronce de las campanas, sin las cagadas de las palomas, sin aquel frío de la infancia, sabiendo que mi madre me ve desde algún sitio donde seguramente sonríe, cavilando cuántas cosas hicimos sin que lo supiera.
Como subir a la torre y dominar todo
el pueblo, un privilegio que solo tenía algún monaguillo y su hermana en una
infancia sana y sencilla, en un pueblo tranquilo donde se jugaba en las calles
y los barrancos, sin horarios, miedos o inseguridades.
La torre de Santa Catalina, se
divisa desde lejos y yo, desde ella, divisaba mi mundo, el que contenía todo lo
imprescindible. Con él crecí y a él acudo de tanto en tanto, sabiendo de la
generosidad de sus recuerdos.