Ocho mil años bajo tierra con los ojos
abiertos. Así estuvieron las esculturas de Ain Gazhal, a pocos kilómetros de la
capital jordana, siendo descubiertas en los años ochenta a raíz de unas obras.
Elaboradas con junco y yeso, nos miran
limpiamente sin rastro alguno del tiempo que llevan en la oscuridad. Con la
fuerza de unos ojos puros que nunca se cerraron, como criaturas recién nacidas,
parecen interrogarnos acerca de un mundo nuevo y desconocido. Sus torsos
burdos, agrietados y frágiles, conservan el toque de unas manos de hace
milenios, las que amasaron el yeso, las que incrustaron el bitumen del Mar
Negro, perfilando una mirada para la eternidad. Esa que nos conmueve cuando nos
la cruzamos.
Ocho mil años no son nada frente a unas pupilas
que nos contemplan con inquietante indiferencia. O tal vez sea con el
asombro de verse en un mundo al que ya no pertenecen.
(Estas estatuas antropomórficas, conservadas en
el Museo Arqueológico de Ammán, se consideran de las más antiguas en todo el
mundo que hayan sido elaboradas a semejanza humana)
Texto y fotos, Virginia