jueves, 19 de diciembre de 2019
Camuflaje
Cajas
de cartón, papeles marrones, musgos arrancados con suavidad. La ilusión de
hacer el belén se renovaba cada año. Figurillas de pintura desgastada, ovejas
con falta de alguna pata, cerditos entre hierbas para disimular los efectos del
tiempo, casas de corcho remendadas con alfileres.
Todo volvía a la vida y las estrellas platinadas lucían en un cielo de seda. Un
año no vimos al pescador del lago. Por más que registramos, no estaba en
ninguna caja. Parecía que los patos lo extrañaban, incluso aquél pingüino
insólito y cristalino en lo alto del risco, miraba por el recodo, esperando su
aparición.
Repasando los personajes, tampoco estaba la lavandera junto a la orilla.
Extrañados, revisamos uno por uno todos los personajes.
No nos habíamos percatado que la vara de San José era una caña de pescar y que
la Virgen abrigaba al Niño con las mantitas recién lavadas.
Texto y foto, Virginia
domingo, 15 de diciembre de 2019
viernes, 13 de diciembre de 2019
Sosiego después de la batalla
Dejé el tren en una estación que no
recuerdo. Era lejos, sí, y hacía calor. Un calor siciliano de mediodía
ardiente. Para llegar a la colina, tuve que caminar al borde de una estrecha
carretera con matorrales que se bamboleaban levemente entre la brisa tenue y el
peso de los caracolillos pegados a sus troncos. De esos caracolillos guardo en
un joyero tres o cuatro caparazones, testigos mudos de mi ansia por llegar al
templo de Segesta.
Y allí estaba, abierto al cielo, un
rectángulo bordeado de columnas, inesperado edificio recorrido por lagartijas y
pajarillos que se posaban entre los intersticios del mármol. No había nadie y
el sonido del verano se mezclaba con un susurro lejano, como el cántico de un
troyano enamorado o el recitado de algún poeta entre los árboles cercanos.
Pasé mis manos por las rugosas columnas, sin estrías, sin fuste,
robustas; me embelesé un rato a su sombra, rodándome ligeramente según cambiaba
el sol. Soñé con el mar, en el horizonte azul y con alguien que me sonreía
desde el tímpano, quizá un élimo encargado de velar por su templo.
El reposo, roto solo por un aleteo
fugaz o el ris ras de las colas de los lagartos, me llevó lejos, más allá del
mar y de la historia, a un lugar donde la vida y el arte se confabulan para
hacernos sentir parte del universo. Medio dormida sobre los escalones, el
templo de Segesta entró en mi sangre y borbotea a ratos en ella, llamándome a
que fantasee nuevamente sobre sus piedras.
(Entre cajas y cajitas, aparecieron algunos
de esos caracolillos y recordé este texto de septiembre 2004)
martes, 10 de diciembre de 2019
Ajenidad
¿Y para qué entender lo
incomprensible? Se había prendado de la casa, de sus arcos de piedra, ladrillos
árabes, vigas robustas desbastadas a mano.
Que importaba eso de que los
paraguas no se abren dentro de las casas, alguna razón tendría que una
extranjera como ella no iba a averiguar.
Texto y foto, Virginia
domingo, 8 de diciembre de 2019
Corazones de barro
Es lo que son, justo eso. Válvulas
terrosas latiendo al unísono para sostener la magia de los tozales, fenómenos
geológicos de Los Monegros, estructuras especialmente frágiles, y aún así,
erguidas y esbeltas en medio de planicies desérticas, solo alteradas por cárcavas, pequeñas barranqueras, elevaciones
mesetarias, y en medio de unas y otras, también algunas sorprendentes huertas muy
bien cuidadas.
Esos ínfimos montículos de tierra
son delicados, y al tacto se desmoronan con facilidad, pero sin embargo, contribuyen
a formar la base de numerosas y variadas esculturas cuya cúspide suele estar
protegida por arenisca, impidiendo que la lluvia acabe con sus pies de barro.
Los Tozales de la Ruta Jubierre ostentan
franjas de colores ocres, rojizos, amarillentos, granates, casi blancos,
recordando al Paisaje Lunar de Vilaflor o al Barranco de los Enamorados en
Fuerteventura. Un paisaje cálido, como solo puede ser cuando millones de
corazoncillos terrosos se unen para mantener lo que la naturaleza nos dona, un
regalo de los suyos, otro más de los que estamos empeñados en que desaparezcan,
sin atender a la labor generosa de nuestro planeta a lo largo de millones de
años.
Los Tozales de Los Monegros, son faros en medio del paisaje, serenos y elegantes, confiados en que los
corazones que los sustentan les darán la vida necesaria a través de su sangre,
hecha de tiempo, tierra, agua y viento.
viernes, 6 de diciembre de 2019
La vida en silencio
Dicen que si acercas una caracola
al oído, podrás escuchar el ruido del mar, un lejano rumor de olas que duerme
en el centro mismo de sus volutas nacaradas. Y aunque a Paco, protagonista de
esta novela, no le sea dado escucharlas, guardará entre sus bienes más
preciados una de esas conchas misteriosas, la que conserva, junto al sonido
marino, el mejor de los recuerdos. Algunos de esos recuerdos no vamos a
desvelarlos, pero sí hemos de recurrir a los que nos cuenta la autora para
comprender la infancia y juventud de este niño, hijo más chico de un matrimonio
acomodado que vive entre el campo y la ciudad, en el Tenerife de principios del
siglo XX.
Si la Literatura nos sirve de
mucho, como cualquier otra manifestación artística, ese servicio se acrecienta
cuando nos hace reflexionar. No hace falta, pues, un ensayo concienzudo para
estimular el pensamiento, también puede valer una crónica sencilla y
conmovedora que nos lleve a recapacitar sobre los valores y las actitudes del
género humano. Y en este libro hay mucho de todo eso.
Mi experiencia como maestra
durante largo tiempo, me ha enseñado lo que significa para una criatura tener
algún tipo de minusvalía y, si como base fundamental, no dispone de un núcleo acogedor,
su desarrollo estará marcado por las dificultades. Por mucho que más adelante
se quiera equilibrar la deficiencia, no
será factible si no ha habido una labor amorosa y comprensiva en el seno del
hogar. Y aquí es donde la concha caliente que rodea a nuestro personaje lo
abriga lo necesario y aún más, para crecer e ir entendiendo la extraña realidad
que le ha tocado en suerte, pues si ya es complicada para todos, cuanto más podrá ser para un
chiquillo sordo en un mundo de sonidos, palabras, música, cantos, gritos, ese
don maravilloso que es la voz, como vehículo de expresión siempre que podamos
oírla.
Es Paco, de crío, de adolescente y de joven,
el centro del relato. Pero son sus padres los que llevan las riendas para
encaminarlo por el sendero adecuado. Y es así como recapacito sobre la
importancia de la gente que nos rodea, dispuesta a sacrificarse y a buscar lo
que se considera correcto para nosotros, aunque muchas veces también se
equivoquen. Más no es el error el asunto primordial, sino la vocación certera y
generosa de querer entregarnos sus mejores deseos.
La madre y el padre de Paco, sus
hermanos, el resto de personas que lo acompañan de una u otra forma, consolidan
unos valores y unas actitudes que harán de este niño un adulto con vida propia,
con objetivos e intereses, capaz de relacionarse con los semejantes y de llevar
adelante sus proyectos.
El libro solo cuenta un trozo desde
sus primeros años hasta la juventud, y nos deja con ganas de saber mucho más,
incluso con la ilusión de haberlo conocido, pues el personaje se hace tan
cercano, que pareciera que alguna vez nos saludó, e incluso nos sonrió a lomos
de su montura, paseando por una arboleda de acacias o participando en las
competiciones de sortijas en aquellos remotos años de mis fiestas del Cristo,
cuando en el Camino Nuevo piafaban los caballos, mientras los jinetes, ufanos
en sus envidiables monturas, aguzaban la puntería para conseguir la cinta más
hermosa.
Es este tramo, suficiente para
rescatar del olvido a un pequeño junto a su familia, un retrato que ya
quisiéramos nos hiciera alguien con la ternura que demuestra Ana, sin caer, cosa
que sería bastante cómoda, en el dramatismo o la tristeza exagerada. Hay un
niño, un grupo cohesionado, un ambiente, una época. También, y no hemos de
obviarlo, un nivel económico y social que permitirá con holgura la evolución,
no sin momentos penosos, del hijo que
nació para enseñarnos que el amor y el sacrificio dejan huellas indelebles.
Una historia entrañable, muy bien
documentada, escrita con la sensibilidad que pone la creadora en sus trabajos,
sean pictóricos o literarios, y que nos conduce por los caminos de Guamasa, la
costa de Tacoronte, las calles de La Laguna o el Madrid de los años veinte.
Páginas que hemos de controlar para no pasarlas de un tirón, pues Paco nos
lleva tal cual su afición a los caballos, unas veces al trote, otras al galope,
mientras el rumor del mar escondido en la caracola espera a sorprendernos en
cualquier sitio, ya sea en un jardín olvidado, una ventana lagunera, el sofá de
nuestra casa o en una de las páginas cautivadoras de “La vida en silencio”.
Con entusiasmo hemos leído esta
novela, la segunda en la que nos enreda Ana García-Ramos (ambos en la
perseverante y meritoria editorial Baile del Sol), después de “Tanto para nada”,
otro escenario con personajes de los que seguir aprendiendo gracias a su
escritura delicada, capaz de recorrer variadas existencias, logrando que en
ellas encontremos también algo de las nuestras.
Un acto de empatía fácil de decir,
pero no de conseguir.
Enhorabuena, Ana, por esta perla
que esperamos no sea la última de tu joyero de exquisiteces.
Texto, Virginia
martes, 3 de diciembre de 2019
Luminosa Teguise
En Teguise nace
la luz de Lanzarote.
Centelleante,
recorre entonces los callejones y se para y se regodea en el parteluz de una
ventana, en las lucecitas tras las tejas, en el trasluz de una cortina, en el
contraluz de la puerta.
La luz reluciente se pasea por las paredes y los muros,
choca en las aldabas, se cuela por las chimeneas, fulgura en los cristales,
abrillanta las piedras y refulge entre los adoquines. Haces de luz entran por
los postigos traslúcidos o por los tragaluces del techo, mientras, a lo lejos,
los volcanes envidian una luminosidad prohibida, tan ellos de fuego y lava.
Fundada en la
primera mitad del s. XV por Maciot de Bethencourt -sobrino del conquistador
normando Jean de Bethencourt- en la zona central de Lanzarote, donde ya existía
una abundante población aborigen, Teguise se convirtió en la capital de la isla
y en ella se concentraban varias iglesias y el Cabildo, con un centro urbano
que aún conserva su trazado y un gran número de edificaciones originarias. Unas
muy distinguidas y otras más sencillas, contribuyen a que la Villa -como
actualmente sigue nominándose- mantenga un atractivo palpable, blanca y abierta
al sol y al viento, lujosa y espartana en la urdimbre callejera, de sólidos
ángulos, curiosas chimeneas y pisos de cantos marinos. En el s. XVII se
construyeron varios graneros, dada la amplia cosecha de cereales en sus campos,
así como molinos y molinas para molerlos y obtener el preciado gofio, alimento
básico de la población canaria en todas épocas y lugares.
De las
invasiones piratas que sufrieron las islas, sobre todo Lanzarote y
Fuerteventura, quedan rastros en Teguise como el del Callejón de la Sangre (1569), pues aunque las crónicas cuentan que hubo saqueos, muertes
e incendios, la población logró repeler la incursión en ese rincón, quedando su
nombre como recuerdo del ataque y sus consecuencias.
Los muros
centenarios de la serena Teguise exhalan una paz contagiosa, una bonanza salida
de tiempos pasados, un sopor que se rompe solo cuando alguna anciana abre un
postigo, ladra un perro o suenan las campanas, mientras la luz sigue
deambulando por la Villa, ensimismada y algo dispersa, flemática como si no
fuera lo más veloz del mundo, reposada como las montañas lejanas. Y es que la
luz de Lanzarote nace en Teguise.
Texto y foto, Virginia
domingo, 1 de diciembre de 2019
VOCES XLII
Desde aquí veo el muro champurriado y los cantos revenidos.
Pa’ mí que si acaso lo lambusió un poco,
y sin respuesta ni mandado, se enfajinó con el condute de la sereta. Pachorrudo,
sacaría la pelota de gofio, un par de higos porretas y unos fiscos de queso. Y
de postre, a enchumbarse en el charco con la marea llena.
Jadario y chifleta pal trabajo, iba siempre desmanguillado, de
caminares esguañados, la camisa por fuera y las lonas encachazadas. Flaco como
un calacimbre, se jincaba un garrafón de vino de ahora pa’ después. Andaba con
un gentuallo parecido, medio atorrantes todos, uno, totorota sin remedio, otro,
rebenque completo, y el más afinado, singuanguo perdido.
Texto y foto, Virginia
viernes, 29 de noviembre de 2019
Belchite
Las guerras inútiles.
La congoja.
Agujeros en las fachadas de unos y otros disparos.
Una pesadumbre que crece.
El frío, la tristeza de la contienda, las heridas, las
penalidades sin fin.
Bombas aquí y allá, tantas y tantas, por todas partes.
La sangre que mancha los muros.
El cierzo cruzando el pueblo de punta a punta, sin acabar
nunca de borrar los lamentos.
Ladrillos, puertas, rejas, ventanas descoyuntadas, baldosas
arrancadas, peldaños a ningún sitio, una fuente sin agua, una plaza sin niños.
Las guerras absurdas, todas. Esas donde mueren los que menos
saben de la razón de las guerras.
viernes, 15 de noviembre de 2019
martes, 12 de noviembre de 2019
Fascinante soledad
En los altos de Adeje y Guía de
Isora, un territorio amplio desde las medianías a la cumbre y cruzado por
varios barrancos, resulta fascinante cuando encontramos unas pocas casas solitarias
de piedra y tejas, muy alejadas unas de otras, con techo a dos aguas,
elementales construcciones de estancias mínimas, cañizo en el interior y algún
patio asocado a resguardo del viento.
Aprendí hace muy poco que por esos
pagos existió un tipo de explotación llamada “partidos de tierra y criazón”, donde
anduvieron – poco después de la
conquista y hasta mediados del s.XX- pastores de ovejas y cabras, sufridos
medianeros de pudientes señoríos, familias ocupadas en labores ganaderas y en
el cultivo de terrenos inmensos de cereal, y también, algo muy usual en esos
tiempos, la subida a lo alto buscando mejores pastos en tiempos secos.
Con certeza, los todopoderosos
dueños (apellidados Ponte, Ximénez, Lugo, Coba, Valcárcel, Soler o Gordejuela) nunca
caminaron entre Chindia y Teresme, al borde del barranco de Guaría, por las
chapas labradas de Iserse o debajo de Tágara, sorteando los miles de muretes
que festonean el paisaje crudo y espléndido de esta zona. No sabrían de las
excelencias del fondo de un barranco donde reluce un chaboco, de los nateros
donde plantar un castañero, o del pequeño y misterioso ere que da de beber a
las cabras.
Tampoco yo sé mucho de todo eso,
pero me dejo acunar por la canción de un viejo círculo de piedras por si me
regala el eco de un eco. Entro en una casa de esquinas recias, me siento en un
goro o en el poyo al pie de la puerta. Unos y
otras me enseñan una vez más de la vida que pasó, esa que nos envía un soplo de
energía si estamos en disposición de apreciarla.
Texto y fotos, Virginia
lunes, 11 de noviembre de 2019
Fantasía
Hubo que retornar al tiempo de
los alquimistas para encontrar la solución. Con el diente de un tuareg, saliva
de vietnamita, piel de momia egipcia, cabellos rusos, trocitos de uñas de un
indio amazónico y líquido mezcla de los cinco océanos, salió la pócima soñada,
la que permitía hablar cualquier idioma.
Solo había un problema, que la gente en verdad quisiera entenderse.
Solo había un problema, que la gente en verdad quisiera entenderse.
jueves, 7 de noviembre de 2019
sábado, 2 de noviembre de 2019
Mutis
En la escalera donde Cenicienta
perdió el zapatito de cristal,
se ha formado una cueva.
Justo ahí,
desaparecen
los empingorotados
príncipes cursis
y toda su parentela.
Texto y foto, Virginia
jueves, 31 de octubre de 2019
viernes, 25 de octubre de 2019
Matraquilla
Tan tiquismiquis, que el desconchón
de la pared le impedía conciliar el sueño.
No por el roto mismamente, solo
porque era un triángulo bordeado de imperfecciones.
Texto y foto, Virginia
jueves, 17 de octubre de 2019
Mis padres
Mis padres cuando aún no estaba
yo en su vida. Joviales, enamorados, tan jovencitos que eran poco más que
mayores de edad. Unas veces en el mar, otras en la montaña o en la isla de
enfrente.
Mis padres sin nosotros, cuando
la vida era solo un corazón.
Ahora que no los tengo, quiero pensarlos así, mientras la mañana se levanta y los miro tan unidos, ya lejos, sí, pero aquí cerca.
Texto y fotos, Virginia
martes, 15 de octubre de 2019
Argumentos
¿Y por qué vuelvo al sur y torno
y retorno y regreso?
Por sus caminos secos, por las casas de solitario coraje,
por los muros espartanos sembrados al
sol.
Vuelvo por los grises chabocos relucientes y las aulagas enredadas
en sus cabelleras frágiles.
Regreso al sur por las pencas y las veredas. Por las eras y
los pinos zanquiados, por la nube tímida
y despistada, por las piedras bordeando
la calzada.
Vuelvo al sur. Y torno y retorno y regreso.
Texto y fotos, Virginia
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