viernes, 13 de diciembre de 2019

Sosiego después de la batalla


Dejé el tren en una estación que no recuerdo. Era lejos, sí, y hacía calor. Un calor siciliano de mediodía ardiente. Para llegar a la colina, tuve que caminar al borde de una estrecha carretera con matorrales que se bamboleaban levemente entre la brisa tenue y el peso de los caracolillos pegados a sus troncos. De esos caracolillos guardo en un joyero tres o cuatro caparazones, testigos mudos de mi ansia por llegar al templo de Segesta.

Y allí estaba, abierto al cielo, un rectángulo bordeado de columnas, inesperado edificio recorrido por lagartijas y pajarillos que se posaban entre los intersticios del mármol. No había nadie y el sonido del verano se mezclaba con un susurro lejano, como el cántico de un troyano enamorado o el recitado de algún poeta entre los árboles cercanos.

Pasé mis manos por  las rugosas columnas, sin estrías, sin fuste, robustas; me embelesé un rato a su sombra, rodándome ligeramente según cambiaba el sol. Soñé con el mar, en el horizonte azul y con alguien que me sonreía desde el tímpano, quizá un élimo encargado de velar por su templo.

El reposo, roto solo por un aleteo fugaz o el ris ras de las colas de los lagartos, me llevó lejos, más allá del mar y de la historia, a un lugar donde la vida y el arte se confabulan para hacernos sentir parte del universo. Medio dormida sobre los escalones, el templo de Segesta entró en mi sangre y borbotea a ratos en ella, llamándome a que fantasee nuevamente sobre sus piedras.




(Entre cajas y cajitas, aparecieron algunos de esos caracolillos y recordé este texto de septiembre 2004)