domingo, 29 de septiembre de 2019

Dádiva



-Con un trozo de firmamento me conformo, dijo el matemático, enfrascado siempre en sus cábalas.

Y del más diáfano le regalaron un triángulo escaleno.


Texto y foto, Virginia

jueves, 26 de septiembre de 2019

Desde siempre, el cielo


Un objeto pequeño, redondo, verde con el sol, la luna y muchos puntos de oro. Un disco de bronce que se considera la representación más antigua del firmamento: el disco celeste de Nebra.




Se encontró casualmente en el monte Mittelberg (estado alemán de Sajonia-Anhalt) en 1999, y después de algunas peripecias, reposa en silencio y casi completa oscuridad en el Museo Prehistórico de Halle, cerca del lugar del hallazgo. Envuelto en un halo de luz que solo ilumina la vitrina donde se expone, el disco transmite una sabiduría que pone la piel de gallina. Sus 3600 años hablan del  cielo, de las hipnóticas Pléyades (deseo de tatuármelas tuve un tiempo), de los equinoccios y los solsticios. Y seguramente de algunas otras cosas desconocidas para nosotros y útiles para las gentes de ese momento.

Quizás era solo un objeto ritual, una bellísima y original posesión, un tesoro de inigualable valor, pero lo que es indudable es que representa un grado de conocimiento del cielo que desconcierta a los estudiosos.

En la soledad de la sala, custodiado de cerca por dos espadas, dos hachas y unos brazaletes que también se encontraron junto a él, el disco de sonrisa dorada nos habla de tiempos lejanos, en los que ya el ser humano miraba mucho más allá de sí mismo.

Texto, Virginia
Imagen, internet

lunes, 23 de septiembre de 2019

Opciones



Que si pinta la casa de ocre y las ventanas verdes. No, no, mejor de blanco y la madera azul. De eso, nada, quedaría precioso de gris ratón los muros y rojo inglés en los huecos. Ni se te ocurra, un verde pistacho y blanco marfil es lo más fino.

No sé qué habrá decidido al final.


Texto y foto, Virginia
Detalle de fachada en Quedlinburg

sábado, 21 de septiembre de 2019

De cuento en cuento





Lugares de cuento en el este de Alemania. Pueblos grandes, o  más bien ciudades pequeñas, de origen medieval, cuidadas hasta un nivel inimaginable, calles y calles sin un solo edificio que desentone, pavimentos empedrados, casas de maderas entramadas al borde de un río y a veces sobre él, en la cuesta de un colina o festoneando una plaza donde todavía hoy se celebra el mercado.




Weringerode, Erfhurt, Quedlinburg. Tres lugares entre otros muchos que nos enseñan cómo respetar el patrimonio y sacarle un partido adecuado, sin exceso de turismo, sin carteles llamativos, sin grupos con guías de banderita, todo gente local, cafés donde se toma algo con un perro al pie, mientras el sol calienta los últimos días de verano.





Documentada por primera vez a principios del s.XII, Weringerode es una ciudad acogedora en la región del Harz, colorida y luminosa. El ayuntamiento seduce al visitante, con sus balcones cerrados y las torres puntiagudas coronadas de bolas refulgentes bajo la luz. Corre en las ménsulas un variopinto repertorio de ciudadanos, tallados en la época en que se erigió el edificio, s.XVI, y mientras damos la vuelta a la manzana, nos embelesamos con la fuente, las casas, la trama geométrica de las fachadas y los símbolos que cuelgan anunciando las profesiones de los habitantes. Un lugar muy animado donde asombrarnos en cada esquina, tal cual nos sucederá cuando visitemos los otros lugares.






Como Erfhurt, donde hemos de pasar el río bajo las casas que forman un puente (Krämerbrücke) y contemplar como aún hay inmuebles y negocios de artesanos, antigüedades y pequeñas tabernas sobre él, una especie de puente florentino que comunica dos partes de la ciudad, considerado como el más largo de Europa que tiene casas sin interrupción.
Lutero estudió en su universidad a principios de 1500 y su huella se atisba por muchos rincones, en iglesias, placas y monumentos. La catedral es una portentosa obra que impresiona por el emplazamiento en alto, con una escalinata usada en verano para representaciones operísticas y teatrales de mucha fama.






La pintoresca Quedlinburg, con más de un milenio de existencia, reúne todas las condiciones para ser Patrimonio de la Humanidad desde 1994. Castillo en lo alto junto a una colegiata de origen románico y el principal conjunto de casas de vigas de toda Alemania, unas mil cuatrocientas, que emborrachan al forastero con cientos de formas, colores, alturas, tamaños. Se conserva incluso la más antigua fabricada con esta técnica, otra catalogada como la más pequeña y una con una inclinación imposible. A cada paso que damos el asombro es mayor, ya no solo por la variedad, sino por la conservación extrema que mantiene el recinto, abandonándonos a callejear sin rumbo, sabedores de que cualquier calle o rincón se querrá quedar en nuestras pupilas.





















Aunque no estemos en tiempos de cuentos, nunca está de más alegrar el espíritu con recorridos como estos, paréntesis de sosiego y humanidad lejos de la destrucción, el olvido o la indiferencia.




























Texto y fotos, Virginia

miércoles, 18 de septiembre de 2019

Donde ardieron los libros






Bajo una lluvia torrencial, avanza una multitud por Unter den Linden camino de Bebelplatz. Entre cánticos nazis e iluminada por antorchas que ya presagian la hoguera, la marcha formada por una mayoría de estudiantes bien aleccionados llega a la plaza, donde comienzan a descargar libros recogidos previamente por furgones en numerosos puntos de los contornos. Como las antorchas no son suficientes para iniciar el fuego, se solicita la ayuda de los bomberos, para que rocíen con gasolina la montaña de libros, entre los gritos de alborozo del gentío.
Ocurría esto el 10 de mayo de 1933. Se quemaron alrededor de 25.000 textos de un centenar de autores, con la consigna “Acción contra el espíritu antialemán”.










Mi primer viaje a Berlín fue setenta años después y cuando llegué a esa plaza, un escalofrío me recorrió el cuerpo. Allí se había cometido un acto execrable, preludio de otros miles, mucho más atroces y horrendos.
La plaza donde el fuego se alzó como símbolo de la intransigencia más despiadada está rodeada de edificios clásicos: la Ópera, la Universidad Humboldt y la Catedral Católica de Santa Eduvigis. Todo respira quietud, pero sentimos que las paredes, los muros, los ventanales, fueron testigos de una noche salvaje, absurda, incomprensible. En un lado de la plaza hay un cristal cuadrado en el suelo y, al asomarnos, el hueco está ocupado por cuatro estanterías vacías. Sobrecogedor. Un monumento del artista israelí Micha Ullman, realizado en 1995, homenaje dramático a lo terrible de la sinrazón.


Cerca, una placa de bronce nos trae un pensamiento premonitorio de Heinrich Heine -lo escribió mucho antes de este suceso-, escritor también censurado por el régimen nazi: “Ahí donde se queman libros, se termina por quemar personas”. Tristemente, se hizo real.






Una ciudad a la que he regresado otras veces, viva, plena de arte, modernidad y gentes diversas, con el bulevar Unter den Linden, que hasta su nombre sugiere calma: “Bajo los tilos”.


Muy cerca, el río que rodea la Isla de los Museos, otro sitio donde pasar horas y días contemplando de lo que ha sido capaz la humanidad, aún cuando la crueldad haya ocupado mucho más tiempo y espacio.


Berlín es un buen ejemplo y habría que volver algún 10 de mayo, cuando los universitarios realizan un mercadillo de libros en la plaza, para luego dejarnos seducir con la belleza que atesora, recuperada en gran parte después de la guerra. Multitud de museos, galerías de arte, clubs de jazz y todo tipo de actos culturales, la han convertido en una de las ciudades más vivas del continente, sobreponiéndose a las terribles cicatrices que la marcan en cada esquina.


Texto y fotos, Virginia

lunes, 16 de septiembre de 2019

Inconformismo




Desearía el cielo sentarse,
 protegido por la hermosura del cardón.

Mientras, sueña la silla 
con que su azul fuera 
el que ve tan puro y lejano.


Texto y foto, Virginia

lunes, 2 de septiembre de 2019

VOCES XL









Le pedí un baguito de uva y unos gomos de naranja, pero el muy baladrón se los pegó todos sin convidar. Así le entró un sangoloteo en las tripas de padre y señor mío.
Medio torcido se echó en el catre viento del abuelo, por si mejoraba un poco. Mal tráido que estaba, de patas cambadas y sin acotejar la fajina, se le esgorrifó nada más jincarse encima, ¡menudo lomazo por totorota, echón y tajul!

Garrapatiando estuvo un rato, yo me fui por la sombrita, bien contenta, ya me habían dicho que ni mirara al golfiante aquel.



Texto y fotos, Virginia

La felicidad también está en los charcos