Me llegó la brisa cuando agitaban sus manos.
No hubo que bajar el dedo gordo, tal cual los romanos en el circo, no, con un cruce de muñecas en alto, se entendía el desacuerdo. Tampoco oí gritos en contra de algo o alguien, giraban las manos una con otra. En alto. Siempre. Sin prisas, sin pausas, sin querer que otros los organicen, sin querer argumentos ya vistos: un reconocimiento, el nombre de una calle, una escultura a su desvalimiento, un nuevo partido político.
Éramos miles y seguramente muchos más miles que no los aprueban. ¿Qué importa? Haber cambiado esos tres códigos ancestrales representa un cambio sustancial, una apariencia que va tan lejos como quieran. Las flores no salen en un día, llevan tiempo forjando sus aromas y sus brillos.
Y si la brisa sale de manos jóvenes, de manos maduras, de manos con lunares, de manos gastadas, se puede convertir en un viento que se lleve algún trozo de la mezquinad que nos rodea. No seré yo quizás quien lo saboree. Demasiada banca, demasiada corrupción, mucha policía que dijo el cantante, en contra de la brisa silenciosa que refresca nuestras mentes.
Entre lonas, plásticos, garrafas de agua, puertas viejas, cuerdas y cables, se gesta una conciencia nueva, con sus deserciones y sus traiciones, integrándose muchos, también, normal, así somos. Pero de la creatividad de los gestos, del campamento efímero con biblioteca, cocina, huerto, enfermería, a los pies de Carlos III, fluye un manantial imparable, un riachuelo transparente en un mundo contaminado.
Fotos Virgi