Evocación
La abuela espera a Sonia cada día
al pie de la ventana. En su pequeño apartamento al borde del Nevska, la niña encuentra
cientos de objetos, postales, fotografías, anaqueles con miniaturas, figurillas
exóticas, caracolas, libros con cantos dorados, abanicos lujosos, sombrillas orientales, estolas y guantes para todas las épocas del año.
Al separarse sus padres, enviaron
a Sonia con la abuela, sabían que la arroparía con ternura. La ausencia de la
madre la compensó aquella dama distinguida, venida a menos, refugiada en sus
recuerdos, que cada tarde le contaba alguna historia sorprendente.
Una de las preferidas era la de
las tazas. Los cantos dorados refulgían a la caída del sol y Sonia escuchaba
embelesada como apareció la primera, con un antiguo anillo dentro, una mañana
de invierno, en el alféizar nevado de la ventana. La abuela intuyó que era una
forma discreta de venderla, así que dejó unos rublos en el lugar de la taza.
Unos días después encontró otra y luego otra. Por cada taza, con alguna prenda
valiosa, dejaba algún billete trabado
con una piedrecilla.
Todas eran distintas y con rastros de uso, alguna abolladura, una
esquirla saltada, un pedacito sin pintura. Por más que se apostó detrás de las
cortinas a diferentes horas, nunca pudo ver quien depositaba las tazas.
El misterio nunca se aclaró y a
la muerte de la abuela, Sonia heredó las tazas y las prendas con la emoción de
llevarse un pedacito de su corazón. Veía
en ellas los trazos de la existencia, el paso de las estaciones, el río sin fin
de la vida y las manos añoradas saludándola a través del cristal.
Tazas, Olga Antonova
para Marie Genevieve Alquier,
por
la belleza que nos regala.