Me desperté a las 4.20 pensando en John Grant. Lo había dejado con sus dos maletas y un rifle en la orilla de una carretera desértica de la Australia más profunda.
Disponía yo de poco más de cincuenta minutos para saber si el profesor, al inicio de sus vacaciones, encontraba la forma de viajar a Sydney con seis peniques en el bolsillo desde un pueblo donde el saludo era invitarte a una copa.
En ese tiempo tenía que enterarme, con absoluta urgencia, como John Grant iba a recorrer la distancia desde Bundanyabba hasta el mar, su descanso, su sueño, después de haber entrado en un mundo inquietante inundado de cervezas, polvo, canguros y sangre.
La dificultad que nos caracteriza para no distinguir lo adecuado de lo perjudicial se ahonda como una fosa inmensa en este relato escalofriante. Lo había empezado por la tarde de un plácido domingo y me quedé imantada a él un par de horas, sin hacer ninguna otra cosa que devorar las páginas, para retomarlo de madrugada. No podía dejar que amaneciera sin saber si John Grant era capaz de salir del pozo, coger un tren y llegar a Sydney.
Muchas veces he sentido esta ansiedad por conocer el destino de un personaje, pero no recuerdo ninguna con tanta zozobra, como si fuera yo misma la que está al borde del precipicio y únicamente el escritor sea el que me dé la vida o me empuje al abismo.
No hay grandilocuencias, vocabulario logrado, giros inesperados, contradicciones laboriosas del personaje, paisajes devastados o llenos de vida.
No, sólo hay bares y gente amable.
Y John Grant, de quien ya seré amiga de por vida.
Fotos Virgi