sábado, 28 de octubre de 2017

Quiebros II

Blanca Martí-Arroyo, anticuaria


Con el pedigrí que poseía, no podía ser otra cosa que anticuaria. Imposible dedicarse a la medicina, la docencia o la investigación. Blanca Martí-Arroyo iba por la vida con sus joyas de familia, algunas transformadas por ella para darles un toque más chic, y con vestidos de marca, elaborados también en exclusiva.
Estudios específicos tenía pocos, pero a roce cultural y social no le ganaba nadie. Se podía permitir la asistencia a foros, simposios y reuniones en cualquier lugar del mundo y con su natural sociable, ingeniosa y brillante, no le hizo nunca falta titulación ni carrera universitaria, además del largo y ancho currículum que portaba como hija, nieta, sobrina, biznieta y tataranieta de personajes ilustres y herederos de propiedades de toda clase, desde tiempo inmemorial.

Con ese bagaje incrustado en la sangre, Blanca Martí-Arroyo supo desde pequeña de distintas clases de muebles, fabricación y procedencia de libros, alfombras y tapices; de espejos, colgaduras, marcos de cuadros, instrumentos musicales y por supuesto, todo tipo de prendas.
Distinguía las maderas nobles y ya olvidadas, al primer golpe de vista: el palisandro de delicadas mesitas, la caoba bordeada de cobre, el ébano pulido bajo los fruteros dieciochescos. De un plumazo apartaba las falsas antigüedades, dejando al descubierto un baúl traído de México, un misal del s. XVI, una baldosa visigoda o un sestercio romano. Reconocía a la perfección una silla Luis XV de otra Luis XVI, un bargueño español de otro centroeuropeo, una silla isabelina de aquella napoleónica, por no hablar de muñecas, trenecitos, relojes y lámparas noveau.

Era su vida un ir y venir entre mobiliarios bien conservados, muchos falsos, otros tantos a punto de quebrarse y algunos también procedentes de robos en casas acaudaladas. Su fino olfato no le engañaba a la hora de decidir la autenticidad y el valor de cualquier objeto que le presentaran.
A punto de cumplir los cincuenta, sin hijos, divorciada dos veces, figuraba en todos y cada uno de los actos más relevantes de su profesión, bien que se organizaran cerca, bien en el otro extremo del planeta.

Pero algo le faltaba que no le concedía la madera, ni las viejas telas ni los espejos enmohecidos: una ternura sólo humana, un calorcillo de piel y sangre. Así que un día cualquiera, en un momento cualquiera, se fijó en uno de los  hombres que descargaban en su elitista tienda, a la que por otra parte, iba poco, confiada en la labor de sus empleados de hacía años.
Lo vio fornido, estilo armario colonial; fragante como la tea de los artesonados canarios; algo dulce también le pareció, así como el haya recién cortada; de barba espesa, tipo tapiz flamenco; uñas inmaculadas; dientes blancos, de fina marquetería; ojos relucientes de azogue pulido; y un saber estar impropio de esa clase social que no conoce de antigüedades ni muebles de época, según el criterio que Blanca Martí-Arroyo había esgrimido durante años.
No hubo más. Cayeron primero en un banco barroco bastante incómodo, pasaron luego a una chaise longue recién restaurada, para luego enroscarse sobre una alfombra persa, que al ser excesivamente delicada, los indujo a subir a la cama (con dosel) de más raigambre que había en toda la tienda.

Blanca Martí- Arroyo ha olvidado las antigüedades: rodeada de muebles baratos, algunos rústicos de sus suegros, otros de segunda mano, almuerza en una mesa de formica y se maquilla bajo un foco que alumbra el pequeño baño. Se sienta a leer en el sofá cama que su novio consiguió en las rebajas de conforama y a la noche, duerme a pierna suelta en un coqueto dormitorio de ikea.







Texto y fotos, Virgi

Despaisajes



Despaisaje XLVIII


¿Serán las nubes las que barren los campos?




Despaisaje XLIX

Juguetones como niños, 
echábanse a rodar los pinos 
por el tobogán de lapilli.



Texto y fotos, Virgi 

domingo, 22 de octubre de 2017

Despaisajes

Despaisaje XLVII

Conversación de altura
sin prejuicios de colores, 
orígenes, 
idiomas ni fronteras.



Despaisaje XLVI

Generosas, 
donan su blancor y vuelan lejos… 
¡ah, las nubes!




Texto y fotos, Virgi


Barranco de Badajoz y Barrio de San Juan (Güimar)


No es de extrañar que este barranco haya sido visitado por ilustres personajes a lo largo de los años; con su magnificencia abrupta, de paredes verticales y una esplendorosa vegetación, el espacio impone desde que se sube la rampa empedrada (supongo realizada por los que comenzaron a excavar las galerías, la primera de ella en 1912) hasta que se llega a un salto difícil de sobrepasar. Antes, al dejar el barrio de San Juan, cuando se comienza a caminar por la pista polvorienta y muy degradada, con numerosas fincas a los lados, se observa la especie de circo que rodea el origen del barranco, justo debajo de Izaña.
Según las crónicas, era su nombre original “Chamoco”, donde vivían algunas familias guanches gracias a su frescura, un riachuelo continuo –suponemos-, el frondoso arbolado y otras circunstancias que favorecían la estancia en la zona. Con la conquista, se le concede la data de esta corriente de agua a Juan de Badajoz (1497) y de ahí el nombre por el que se le conoce.

Tiene el barranco una enorme variedad de plantas, con algunos pinos canarios, dragos en lugares inaccesibles, ciertos reductos de laurisilva, e incluso, algunos endemismos que solo se encuentran aquí. Entre el paisaje grandioso y la riqueza vegetal, el barranco posee un imán indudable, por lo que naturalistas tan relevantes como Sabin Berthelot (naturalista y antropólogo francés, enamorado de las islas, cónsul francés en Tenerife) y  Philip Barker-Webb (botánico inglés) lo visitaron en 1828. Berthelot contactaría con el dibujante inglés J.J. Williams, que nos dejaría magníficas ilustraciones en las “Misceláneas Canarias”, como la que dejamos aquí.


Otros estudiosos como Agustín Millares Torres, Ireneo González o René Verneau lo visitaron en las últimas décadas del s. XIX, certificando las opiniones de los visitantes anteriores: un lugar impresionante, un cañón de altísimas paredes con cascadas y manantiales, y gran riqueza de plantas.
La existencia de agua en una cantidad considerable (tanto proveniente de dicho Barranco de Badajoz, como del cercano Barranco del Agua o del Río) hizo que los hermanos Plombino de Inglesco, mercaderes italianos, consiguieran una data en 1500 para instalar un ingenio de azúcar, lo que llevaron a efecto, trabajando las tierras de los alrededores, no solo con caña, sino con otras plantaciones. Estas labores dan origen al barrio de San Juan, núcleo fundacional de la Villa de Güimar.


Aquella primera data de los italianos pasa a otras manos y poco a poco el lugar se va haciendo habitable, fundándose la ermita en 1534, posteriormente derruida por un temporal y vuelta a reedificar; de esta capilla podemos ver el pequeño pero precioso interior con un valioso arco toral de madera, el  púlpito y otros elementos muy interesantes, como el Cristo Negro y las pinturas murales al temple.












Aunque el ingenio azucarero dejó de producir a finales del s. XVI, la hacienda abarcaba un espacio considerable, desde el Lomo de Agache hasta Arafo. Al parecer, fue el matrimonio formado por Pedro de Alarcón y Argenta de Franquis, quienes levantaron la señorial Casa del Paseo, anexa a la iglesia y de la que hoy se conserva, tristemente, solo una pequeña parte. Tanto una como otra son dignas de visitarse y volvemos a lamentar la pérdida de un patrimonio que nos hubiera acercado a nuestros orígenes.


Ilustración en b/n de J.J. Williams, "Vue du Barranco de Badajos", París (1839)

Texto y fotos, Virgi

15 marzo 2017

Iserse



Según don Buenaventura Pérez (1930-1997), experto en toponimia guanche, el término ISERSE corresponde a “morra (usada para sus ritos por los guanches) en Arafo” y también “zona en Adeje”.  En el caso que me ocupa, Iserse vale como morra, quizás también de ritos, así como de lugar privilegiado en los altos de Tijoco.















Coge uno por el barrio adejero hacia arriba, un buen rato entre pinos y algún cedro señorial, dejando a un lado la “casilla” de Fyffes -con su estilo algo inglés de habitaciones de madera y porche cubierto, jardines de recorridos marcados y un lavabo rústico pero hermoso, entre otras curiosidades que se pudieron permitir en el momento sus poderosos dueños- y según se acerca a la finca de Iserse, va descubriendo algarrobos, eucaliptos, perales, almendreros, durazneros, higueras… y allá, en lo alto de una morra (como bien explica su toponimia), una imponente vivienda que mira al sur. De dos plantas, bien fuertes las paredes, hasta el punto de tener en uno de sus lados un par de contrafuertes casi románicos, un horno y la imprescindible era de trazos paralelos en vez de radiales, corrales y goros, establos con dornajos, piedras esquineras labradas en esos lugares siempre sorprendentes, graneros, bodegas, huertas y un lavadero algo alejado de la casa, pero cerca del canal que viene desde la cumbre.


La construcción impacta no sólo por el lugar que ocupa, desde donde se divisa una gran parte de la costa, sino también por la amplitud y variedad de sus estancias, las vigas de los techos, la escalera deteriorada pero por la que me imagino subiendo a ver el mar y la montaña, como si hubiera yo vivido ahí hace un siglo o dos, como si fuera también yo la que abría o cerraba las ventanas, barría el empedrado o estrujaba alguna prenda en el lavadero de piedra, a la sombra de un algarrobo de alto y compacto porte, al cual seguramente también trepé de pequeña, en mi afán de subir a todos los árboles posibles, tal cual una niña como Cósimo, el personaje de Italo Calvino.




Tienen los lugares de este sur sufrido y airoso, un alma enorme y generosa como sus gentes, abierta siempre a que le descubras nuevos rincones, callados, humildes, laboriosos. Ese sur que me fue invadiendo la sangre y que ahora recorro con más admiración aún de la que tuve cuando empezó a conquistarme, en un tiempo joven y lejano.
Iserse, en lo alto de una morra, contempla el paisaje a sus pies y se deja acariciar por el viento; así yo, que me dejo acariciar por lo que Iserse me regala.








 Texto y fotos, Virgi


  Noviembre 2016

La Piedra de los valientes


Había oído hablar de ella a alguna persona de los alrededores, pero no podía entender bien sus explicaciones, solo sabía que estaba en los altos de Arico… ¡pero Arico es tan grande!
Con lo camocha que soy cuando algo me interesa mucho, busqué, leí, marqué, volví a buscar, señalé, apunté…hasta dar con ella, con la inmensa satisfacción de conseguir el objetivo propuesto.

Después varias horas de caminata, llegamos a la Piedra de los Valientes, un domingo de otoño, frío al comienzo, con nubes y claros, algunas noriegas y varios encuentros con cazadores y sus perros. Precisamente uno de ellos (cuando habíamos perdido la senda que con mucha dedicación había yo más o menos entrevisto en internet) nos informó de su situación, gracias a los gritos que nos dimos desde la vertiente de un barranco a la otra, allá arriba, entre pinos y algunas huertas, y las sempiternas atarjeas que trazan caminos de agua por nuestro territorio, cantarinas e indiferentes a los voluntariosos senderistas empeñados en subir barrancos y bajar veredas medio salvajes.

Tenía en la mente lo que Fray Alonso de Espinosa cuenta en su “Historia de la Virgen de Candelaria” (s. XVI) y aunque no he leído sino retazos de su obra, sí tenía conocimiento de lo que cuenta acerca de la piedra, que según la tradición era levantada por los guanches, acto también llamado de “darle aire”, término que se usó hasta unos años atrás, pues no hace mucho murió el último hombre que de joven la levantaba, según también cuentan vecinos y familiares.
Esto dice Espinosa: “Una piedra está en esta isla, en el término de Arico, maciza, la cual vide yo y es común plática entre los naturales que con aquella piedra iban sus antepasados a probar sus fuerzas y la levantaban con las manos”.
Algunos cronistas opinan que Fray Alonso habla por boca ajena, pues difícilmente pudo haber llegado hasta la que aún se conserva, de igual forma que tampoco la llegó a ver Viera y Clavijo –que también la nombra- ni, al parecer, el investigador Bethencourt Alfonso, aunque este sí que hace recuento de otras piedras de características y usos similares (como una que existió en Adeje). Aún así, la tradición se mantuvo un largo tiempo y  la Piedra de los Valientes allí sigue, serena y escondida, esperando por alguien aguerrido que haga pasar el aire por debajo, aunque solo fuera levantándola un par de centímetros. 

Entre los pinos y cerca de la cumbre, en un pequeño cerro imposible casi de encontrar si  no se sabe la situación, descansa rodeada de otras más pequeñas, protectoras quizás de una tradición ancestral. El rumor del pinar también la acompaña, así como las jaras, las lavándulas y los escobones, amistad recíproca y soledadosa de un sur que, generoso, siempre me ofrece algo nuevo.





Texto y fotos, Virgi
19 marzo 2017

sábado, 21 de octubre de 2017

Mi madre




Mi madre. Coqueta y valiente; decidida, curiosa por aprender pero nada interesada en las vidas ajenas, casi que ni en las nuestras.
Mi madre. Con sus zapatos hechos a medida, su bicicleta y sus pantalones cortos. Lápiz de labios Lancôme, perfume del bueno con rastro leve, espejitos y pañuelos en todas partes.

Rápida y efectiva, mi madre. Intuitiva, sin rodeos, sin exceso de ternura, aguda, crítica, espartana ejemplar.
Independiente mi madre,  poco preocupada del qué dirán ni de halagos gratuitos. Tampoco confiada en las aptitudes de sus hijos, en verdad. Amante de la cinta aislante, un lápiz y un papel, los libros, las revistas de cine  en su juventud.

Mi madre en el mar, mi madre en el Teide con mi padre, mi madre sobre la proa de una barquichuela yendo a ver la ballena. Mi madre en botas de agua. Mi madre y su huella en nosotros, todo un cofre de palabras canarias, consejos e ideas prácticas. Mi madre, con sus tuppers de croquetas, arroz de burgados, potaje o el inovidable conejo en salmorejo.

Amante de bolsos, zarcillos y collares, mi madre. Mi madre, la que quiso hacer farmacia y pudiendo, no le pusieron el asunto debido. Mi madre, la de las inyecciones de Redoxon, la madrugadora, la de los bailes en el Camacho con mi padre y las cenas en el Puerto.

Mi madre, a quien hice reír tantas veces y a quien extraño un día sí y otro también, después de setecientos treinta días sin ella.
Mi madre, hoy y siempre.


Texto y fotos, Virgi


18 octubre 2017

Deslumbrante Gran Canaria




Había estado en Las Palmas un par de veces de jovencilla, pero empecé a tener interés en conocer el resto de la isla pasados unos años, asombrándome ante sitios tan interesantes como el Cenobio de Valerón, las Cuatro Puertas de Telde, los restos del Agujero de Gáldar, el Barranco de Guayadeque o el  fabuloso Museo Canario (un espacio al que siempre vuelvo fascinada), lugares a los que tiempo después llevamos a mi madre, tan interesada y curiosa como era por aprender de todo lo posible.

No vine a saber sino bastante más tarde, en sucesivos viajes, la cantidad inmensa de zonas con un altísimo interés arqueológico que tiene la isla; unos que ya he visto, otros que me faltan, alguno que no sé si podré, dada la dificultad que hay para hacerlo, como es el extraordinario Risco Caído (propuesto recientemente para Patrimonio de la Humanidad), al que llevo queriendo visitar ya dos años sin éxito. Y otros de los que –seguramente- aún no tengo ni idea que existen.
El Maipés de Agaete, con cerca de medio millar de túmulos de diferentes formas y tamaños, todos ellos sobre una colada lávica, es realmente impresionante.
Igual de sorprendente, pero entre un maremagnum de rocas y piedras, es la Necrópolis de Arteara, con más de mil enterramientos, alguno de ellos tan especial como el que iluminan los primeros rayos del sol en una fecha determinada.
La extraordinaria Cueva Pintada de Gáldar, uno de los yacimientos más importantes de Canarias, por sus dimensiones y hallazgos, y sobre todo por las pinturas de la propia cueva, únicas en las islas.
La Cañada de los Gatos, en Mogán, con los restos de un poblado prehispánico de más de 1.600 años de antigüedad, con casas, cuevas y estructuras funerarias.
La Fortaleza de Ansite, de la que se dice (aunque hay otras teorías menos románticas) que fue por donde se despeñaron Bentejuí y Tazarte antes de ser capturados por los conquistadores, al grito de ¡Atis Tirma!
Los Caserones de La Aldea, los grabados del Barranco de Balos, los poblados de Tufia y El Castillete, Roque Bentayga o las espectaculares cazoletas de algún lugar de la costa, son varios de los que tengo en la lista de preferencias, esperando una oportunidad que no dejaré pasar desde que pueda.

Lo que es indudable es la riqueza patrimonial de la isla, en contraposición a otras, como mismamente Tenerife, que no puede presumir de esa cantidad enorme de lugares tan interesantes. Tenemos por aquí un precioso tagoror en Teno, que no tiene ni un maldito letrero que hable de su historia e importancia. Estaciones de cazoletas en muchos riscos y roques, grabados en San Miguel, Aripe, Masca, Granadilla. Restos de cabañas y refugios pastoriles repartidos por toda la isla. La Piedra de los Valientes o La Medida del Guanche. Cuevas en barrancos que aún conservan sus paredes protectoras y algunos otros espacios repartidos por aquí y por allá.
Pero poco (y nada cuidado) comparable al poderío que exhibe nuestra isla de enfrente, toda una variedad de habitáculos, bien construidos perfectamente, bien aprovechando numerosas oquedades del terreno, incluso como graneros y santuarios. Poblados trogloditas, pinturas, enterramientos, túmulos de todo tipo, cuevas labradas, estructuras diversas que nos hablan de un amplísimo patrimonio.
Aquí cerca, a un par de horas.
Gran Canaria, tan hermosa, tan rica, tan variada. Un lujo a nuestro alcance.

















Texto y fotos, Virgi


14 junio 2017

  


El Pris


Ese rincón de Tenerife, batido vorazmente por el océano invernal, cuna y cobijo de pescadores, guarda para mí una cantidad ingente de vivencias entrañables. 



En la casa que construyó mi abuelo, allá por los años veinte (de las primeras que como tal allí se levantaron), la que más tarde perfeccionó mi padre, y que nosotros hemos conservado casi igual, pasamos veranos de ricos recuerdos y aprendizajes vitales; no en vano, a dos pasos, en el varadero, empezamos a nadar (con la ayuda de Nice, mayor que nosotros, que se movía como una sirenita morena y bella), a mariscar, a saber de los peces de orilla (fulas, pejes verdes, lisas) o los que traían de más lejos (viejas, morenas, catalufas, sargos, samas, chicharros, sardinas, bogas, palometas, meros, salmonetes) y a alternar con los pescadores y sus aparejos (nasas y pandorgas, trasmallos, anzuelos, mirafondos), hasta el punto que de algunos de ellos podríamos ser parte familiar, como señor Nené, sonriente, descalzo, y su “¡Mucho camarón, niña, mucho camarón!”, frase recurrente tanto para si había gente nueva, ocurría algo extraño o hacía viento. Frágil de apariencia, pero recio de armazón, se paseaba con las manos a la espalda desde El Llano hasta el Charco de los Muchachos, repartiendo esas palabras a unos y otros,  que  tanto podía ser un saludo, como una notificación  ambiental. 

Hubo también otros personajes que cautivaron mi corazón infantil: señor Félix, mirada pícara y carita rozagante, de apuestos descendientes; Carmen la Grande, cargando a la cabeza la cesta de pescado, de donde salían, olorosos, mujos amarillos que lo refrescaban: “¡A las bogas, a las bogas!”;  seño Elicio, con familia menuda y rubia; seña Mauricia, como una matrona, de negro y silencio; señor Miguel, algo encorvado y de pocas palabras; Juan Papita de prole gentil y sonriente; Antonino y Pilar -llamativa mujer- en la cueva bajo la ermita, él, todo un tipo de novela (cuando mucho más tarde me enamoré de Corto Maltés, pensaba que podría haber salido de alguna de sus aventuras), con las planta de los pies bien curtidas al no usar calzado, aparte de aprovechar el dedo gordo como sustento donde amarrar el hilo que usaba para remendar pandorgas y redes.



En El Pris conocimos los primeros amores y las noches al arrullo de un par de guitarras; un cubo de agua de la cabeza a los pies para “aclararnos” del agua salada; las sábanas, ásperas del ambiente salitroso; las piedras resbaladizas, y las secas, grandes, para saltar de una a otra; los charquitos con cangrejillos y burgados, y los charcos mayores, que escondían algún pulpo o agudos erizos. Venían los paquetes deslumbrantes que mi madre nos enviaba en la guagua, para que mis hermanas no perdieran tiempo cocinando. 

De esas cajas que íbamos a buscar, un día mi hermano Cristián, y otro yo a la parada final (“hoy te toca a ti, que yo fui ayer”, “no, ayer me tocó a mí, hoy vas tú”, y así hasta que intervenía Maya, a quien teníamos en gran consideración), surgían higos picos y moras en lecheras o fiambreras de metal –para que llegaran frescas-, ciruelas, peras trigueras, arroz amarillo, croquetas, galletas, potajes, queso, huevos, jícaras de chocolate…



Conserva todavía esa casa un entramado de vigas que colocaron unos obreros siguiendo el plano pormenorizado que mi padre había hecho, todas en paralelo, menos tres o cuatro en abanico, para abarcar la superficie irregular del techo, y aún hoy, lucen esas maderas al entrar como recién puestas, a pesar de ya no se pudo colgar el remo donde nos columpiábamos, queriendo alcanzar el viejo tejado de mi abuelo, donde en las noches de verano, caminaban sigilosas las salamanquesas, se colaban las cucarachas y hacían nido algunos grillos. Una colocación exacta que coincidía con lo programado, tornillos, tuercas, clavos, maderas…todo en el sitio correcto, como no podía ser de otra forma, dada la cabeza organizada de mi progenitor.



Tiene también numerosos objetos de esa época y cuando abro la cómoda -posiblemente centenaria-, limpio las caracolas o uso algún cacharro, las células de todos esos elementos se remueven desde sus entrañas y exhalan un aroma antiguo, de salitre, viento y olas, que me conmueve y me lleva lejos, a aquellos estíos minimalistas, donde había que ir a buscar agua al motor de El Sargo, con el ruido perenne y la charca enorme (“¡ni se les ocurra asomarse!”) o a la cueva donde manaba un líquido salobre. Me llevan a la Urraca y al Garajao, a Laja y a La Caleta, al Burrillo, el Frontón y el Charco de los chochos. 

Y yo voy y vengo en un santiamén a todos esos lugares, en un vuelo de memoria, dulce como la infancia, como el chocolate que nos enviaba mi madre en aquellas guaguas de antaño, renqueantes, rojas y blancas, sudorosas al subir los repechos. Voy y vengo, y en mis recuerdos saltan los gueldes relucientes, esperando que un sucesor de señor Neñé venga a cogerlos, alguno cariñoso y auténtico como siguen siendo, tan cercanos cual si fuéramos parientes.



En ese vuelo donde el tiempo es un suspiro, oigo a los bucios que me llaman entre marea y marea, y aunque yo prefiero lanzarme con la pleamar, para hundirme en ella como si fuera un pescadito –igual que mi madre con su brinquillo característico que ninguno de nosotros logramos imitar-, me abro paso entre el agua, dejando que ella me lleve a un mundo que va conmigo desde antes de nacer.






Texto y fotos, Virgi

Septiembre 2017


domingo, 15 de octubre de 2017

Santa Catalina


Las campanas tocando a misa, a entierro, al ángelus. La calle sin coches donde jugaba la mayor parte del tiempo con mi hermano y sus amigos, porque niñas casi no había en los alrededores. El barranco que me aterrorizaba cruzar (siempre esperando que saliera uno de de esos personajes oscuros y canallas con los que nos asustaban en la infancia), hendía la huerta a la mitad: a un lado, las peras, las uvas, la higuera, las ciruelas rojas; al otro, el moral, los naranjeros, el zapotero, las naranjas agrias, las ciruelas como soles, los nispereros que me servían de atalaya. 

La torre de la iglesia, con sus huecos abiertos por donde cruzaban las palomas. La iglesia, la rica iglesia de Santa Catalina que da nombre al barrio de mi infancia y juventud, con las piedras chasneras bien barridas, sus retablos magníficos, las imágenes de un santoral del que me sabía sus andanzas y milagros; el coro y los sitiales incómodos, las antiguas pilas de agua bendita, las cortinas negras en Semana Santa (“no se puede cantar que Cristo está muerto”), los bancos duros y el reclinatorio que hacían la misa más larga de lo que en realidad era (“mamá, ¿cuándo se acaba?”), la plata de allende los mares, la imagen que lloró, la santa con la rueda de su castigo.
La plaza divinamente empedrada y con una inclinación perfecta, donde las ovejas –lánguidas como son ellas- mordisqueaban las pequeñas hierbecillas, el arco de La Cimbre, las tardes por esos andurriales del barrio; en una venta, el chicle bazooka, en la otra, chochos, y las botellas de sifón en la que estaba cerca del cementerio -¡ah, cuántos secretos en el camposanto que transitaba casi como si fuera una calle más!-, todo tan fácil, todo tan familiar, todo tan sano.

La casa grande, los patios, las uvas repisadas, las gallinas y sus aspavientos psicóticos, los tímidos conejillos, el cochino que se dejaba acariciar, la vaca insaciable, los camiones de caña de azúcar que pasaban de vez en cuando y allí había un chiquillo dispuesto a subirse y tirar unas cuantas que recogíamos con la ilusión de lo dulcemente prohibido.
Los juegos hasta la hora convenida (“a la Oración los quiero aquí!”...¡cualquiera se escarpeaba ni un minuto, tocando la primera campanada de la tarde noche, allí estábamos!), daba igual donde hubiéramos ido, lejos, cerca, solos, a casa de los vecinos, en bicicleta o en patineta, lo importante era llegar en el momento justo.
Una infancia feliz en un rincón del hermoso Tacoronte, un rincón que, según las crónicas, fue el origen del pueblo, allá a principios del s. XVI, fundado por el portugués Sebastián Machado.

Son mis recuerdos un escenario variopinto de gentes, lugares (como los veranos inigualables en El Pris, en la casa que levantó mi abuelo y que luego mejoró mi padre, sin luz, con agua escasa: “échense este cubo de agua por encima pa’ que se quiten la sal”, decían mis hermanas), vivencias, emociones. Un abanico que, al agitarlo, evoca una época largamente pasada, pero rica en aprendizajes y experiencias. Al escribir estas líneas, casi puedo tocar las piedras de la plaza, las maderas de tea de las puertas de la iglesia, calientes al sol vespertino, las tuneras del barranco, los boliches de barro; oler la flor del azahar, el incienso de las procesiones, el estiércol de las gallinas, los mujos en la marea baja, los hinojos rebosando en la cesta pedrera.

Fui muy afortunada, lo sé, y he de agradecerlo siempre.
























Texto y fotos, Virgi

15 mayo 2017