Con el pedigrí que poseía, no
podía ser otra cosa que anticuaria. Imposible dedicarse a la medicina, la
docencia o la investigación. Blanca Martí-Arroyo iba por la vida con sus joyas
de familia, algunas transformadas por ella para darles un toque más chic, y con
vestidos de marca, elaborados también en exclusiva.
Estudios específicos tenía
pocos, pero a roce cultural y social no le ganaba nadie. Se podía permitir la
asistencia a foros, simposios y reuniones en cualquier lugar del mundo y con su
natural sociable, ingeniosa y brillante, no le hizo nunca falta titulación ni
carrera universitaria, además del largo y ancho currículum que portaba como
hija, nieta, sobrina, biznieta y tataranieta de personajes ilustres y herederos
de propiedades de toda clase, desde tiempo inmemorial.
Con ese bagaje incrustado en
la sangre, Blanca Martí-Arroyo supo desde pequeña de distintas clases de
muebles, fabricación y procedencia de libros, alfombras y tapices; de espejos,
colgaduras, marcos de cuadros, instrumentos musicales y por supuesto, todo tipo
de prendas.
Distinguía las maderas nobles
y ya olvidadas, al primer golpe de vista: el palisandro de delicadas mesitas,
la caoba bordeada de cobre, el ébano pulido bajo los fruteros dieciochescos. De
un plumazo apartaba las falsas antigüedades, dejando al descubierto un baúl
traído de México, un misal del s. XVI, una baldosa visigoda o un sestercio
romano. Reconocía a la perfección una silla Luis XV de otra Luis XVI, un
bargueño español de otro centroeuropeo, una silla isabelina de aquella
napoleónica, por no hablar de muñecas, trenecitos, relojes y lámparas noveau.
Era su vida un ir y venir
entre mobiliarios bien conservados, muchos falsos, otros tantos a punto de
quebrarse y algunos también procedentes de robos en casas acaudaladas. Su fino
olfato no le engañaba a la hora de decidir la autenticidad y el valor de
cualquier objeto que le presentaran.
A punto de cumplir los
cincuenta, sin hijos, divorciada dos veces, figuraba en todos y cada uno de los
actos más relevantes de su profesión, bien que se organizaran cerca, bien en el
otro extremo del planeta.
Pero algo le faltaba que no le
concedía la madera, ni las viejas telas ni los espejos enmohecidos: una ternura
sólo humana, un calorcillo de piel y sangre. Así que un día cualquiera, en un
momento cualquiera, se fijó en uno de los
hombres que descargaban en su elitista tienda, a la que por otra parte,
iba poco, confiada en la labor de sus empleados de hacía años.
Lo vio fornido, estilo armario
colonial; fragante como la tea de los artesonados canarios; algo dulce también
le pareció, así como el haya recién cortada; de barba espesa, tipo tapiz flamenco;
uñas inmaculadas; dientes blancos, de fina marquetería; ojos relucientes de
azogue pulido; y un saber estar impropio de esa clase social que no conoce de
antigüedades ni muebles de época, según el criterio que Blanca Martí-Arroyo
había esgrimido durante años.
No hubo más. Cayeron primero
en un banco barroco bastante incómodo, pasaron luego a una chaise longue recién
restaurada, para luego enroscarse sobre una alfombra persa, que al ser
excesivamente delicada, los indujo a subir a la cama (con dosel) de más
raigambre que había en toda la tienda.
Blanca Martí- Arroyo ha
olvidado las antigüedades: rodeada de muebles baratos, algunos rústicos de sus
suegros, otros de segunda mano, almuerza en una mesa de formica y se maquilla
bajo un foco que alumbra el pequeño baño. Se sienta a leer en el sofá cama que
su novio consiguió en las rebajas de conforama y a la noche, duerme a pierna
suelta en un coqueto dormitorio de ikea.
Texto y fotos, Virgi